Pascual Aguirre Dumont

La vida interior de las empanadas

No descubro nada si digo que las fronteras no son más que líneas artificiales que se mueven como las banderas; tampoco si afirmo que nada se pierde, que todo se transforma y menos si juro ver una luz al otro lado del río: es más, son ustedes los que descubrirán que no sé cómo empezar esta nota y la estoy emparchando con letras de Drexler.

Actualizado: 26 de febrero de 2010 —  Por: Pascual Aguirre Dumont

Y es cierto, pero lo de las fronteras tiene validez teniendo en cuenta que mi ingreso a la provincia de Jujuy supuso un fastforwardeo en el proceso de bolivianización que voy observando en mi pasaje por el norte argentino: la gente comienza a achicarse, la piel se oscurece y el español se tiñe de quechua; el paisaje se vuelve más árido, los colores más fuertes; el oxígeno escasea y los precios bajan más que las acciones de Toyota desde que tuvieron que sacar del mercado cuatro millones de autos porque eran menos seguros que vender caricaturas de Mahoma en una plaza afgana.

La diferencia de precios con el resto de Argentina no es un dato menor teniendo en cuenta que los beáticos que dispuso 180 para mi viaje comienzan a escasear (y lo de beáticos no es una burrada ortográfica: para sobrevivir dos meses con estos viáticos hay que ser más austero que un cura)

Por eso esta semana mi Universo gastronómico se ha reducido a la empanada, cuya mayor característica es justamente que dentro de ella puede contener al Universo entero.

Un rasgo distintivo de la personalidad de este Aleph gastronómico es la bipolaridad: por un lado es un alimento que a simple vista es totalmente inexpresivo: una bandeja de empanadas no es más que una aparente multiplicación, una serie de pastelitos análogos sin mucha gracia; sin embargo cada empanada es un enigma, un riesgo, porque bajo ese manto homogéneo puede estar esperándonos el jamón y queso o el pollo al curry, el atún o la carne de llama, el salame o las coles de bruselas, la biblia o el calefón.

A la empanada nada le es ajeno, en mis 52 años de periodismo gastronómico he visto latir bajo una masa hojaldrada preparaciones que desafiaban tanto a la imaginación como al hígado y mi propia intuición: ¡cuántas veces creía estar llevándome a la boca una cuatro quesos cuando en realidad esperaba agazapada una de palmitos y salsa golf!

En mi paso previo por Salta tuve la oportunidad de conocer in situ a la popular empanada salteña. Y lo que más me llamó la atención es la relación de los salteños con su vedette gastronómica: el orgullo por su plato más representativo comparte mesa con el conservadurismo más rígido; los salteños toman todas las innovaciones sobre el producto como alteraciones imperdonables a una estirpe gastronómica pura. Hay tantas posibilidades de que una cocinera salteña tome de buena gana la sugerencia de enriquecer una empanada con aceitunas o pasas de uvas como de que la extremista hinchada de la Lazio pida justicia por Jorginho Gularte o de que el negacionista presidente iraní haga un monumento a las víctimas del holocausto en el centro de Teherán.

Tampoco es que haya un tribunal de inquisición culinaria salteño que juzgue las desviaciones en las empanadas, cada uno le imprime su sello personal a la preparación, pero todos parten de una base común: la empanada salteña es más pequeña que las que generalmente pululan en Montevideo, su principal ingrediente es la carne cortada a cuchillo (aunque en el caso de las empanadas fritas hay un permiso especial para usar carne picada), el sazón se lo da el comino, el pimentón y el ají; los toques de frescura se los da el huevo, la cebolla (es muy popular y rescatable la presencia de la cebolla de verdeo) y la papa, vegetal que junto al choclo reina en la cocina norteña.

El resultado es un pequeño arcoíris monocromático en cuyo interior pulsa un relleno variado, gustoso y sutil, para nada excesivo. Para excesos está la salsa picante, que en cualquier comedor acompaña una buena bandeja de empanadas (para un comensal recomiendo entre 4 y 6 unidades) y que en su mezcla suicida de ají molido y tomate triturado exige una cerveza bien fría.

Ahora bien, en Jujuy el panorama empieza a cambiar. El horno empieza a cederle terreno a la fritanga y comienzan a aparecer objetos foráneos del tipo de aceitunas, arvejas o aceitunas: la triple A que tanto temen los salteños.

En consonancia con mi austeridad económica comencé a habituarme a almorzar en los hermosos y frágiles buses jujeños, recorriendo así pueblos tan simples y misteriosos como Tumbaya, Volcán, Purmamarca, Maimará, Tilcara, Humahuaca, Tres Cruces. En todos ellos siempre había una mujer o un niño esperándome con una cesta llena de empanadas, a las que me arrojaba con la ilusión de dejarme llevar por esas maestras de la sorpresa que son las empanadas y con la satisfacción de no pagar por ellas más de 4 pesos uruguayos la unidad.

La belleza de comprarle a estos pequeños proveedores que viven de los ómnibus que paran 5 minutos en sus pueblos es el riesgo del nunca más: ya no volveré a este pueblo, así que si encuentro una yilé entre la carne y las cebollitas de verdeo no hay a quien reclamarle: habrá que confiar que en el próximo pueblo haya un hospital abierto o si se detecta a tiempo nunca viene mal una afeitadita.

Pero si por el contrario dejando atrás Iruya o Iturbe o Abra Pampa me llevo a la boca una empanada y en ella algo me moviliza, me pone la barba de punta y descubro que ésa es la empanada que siempre busqué, la que me hizo viajar desde los 20 años sin más norte que mi paladar, la que como un Aleph contiene en sí todos los sabores del mundo, la empanada infinita, la empanada perfecta, no habrá más remedio que comerla con suavidad, demorarla lo más posible y no mirar atrás, porque los ómnibus jujeños se rompen con facilidad pero nunca retroceden y la corriente suavemente me lleva a Bolivia, donde me esperan más aventuras.

Salut!

Pascual Aguirre Dumont



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