Pascual Aguirre Dumont

Instantáneas de La Paz, revelaciones de Oruro

Mi llegada a La Paz fue un sacudón para mi paladar, un torbellino de imágenes y sensaciones fragmentarias dificiles de digerir, como una película de David Lynch, como el show de goles de la B.

Actualizado: 23 de marzo de 2010 —  Por: Pascual Aguirre Dumont

EL OTRO ROSTRO DE ORURO

Atrás quedaba Oruro con su vacío post carnaval, su tren que avanza por la mitad de la calle, sus hoteles atendidos por niños y sus cantinas donde reina el cordero con generosidad, tanto así que no hay parte de él que no corresponda a un plato. Este último hallazgo fue un verdadero gol en la hora en ese partido que Oruro estaba perdiendo contra mi paladar.

Con los pasajes a La Paz en la mano entré a la cantina "Fin de Siglo" sin más expectativas que Ney Castillo en las municipales. Sin embargo en la mesa de al lado había un guiño para mí: no venía de una cholita ni de un pícaro boliviano: era un cordero, un "Rostro de cordero".

Esta típica preparación orureña consiste lisa y llanamente en hornear una cabeza de cordero u oveja, según el caso.

_ Un gusto. Mi nombre es Pascual Aguirre Dumont y no tengo más norte que mi paladar.- le dije al hombre sombrío que en la mesa de al lado le sacaba el cuero al ovino decapitado.

Me miró con gesto desconfiado y partió en dos el cráneo asado con un hábil movimiento de manos a la altura del maxilar superior.

_ Veo que es un hombre de pocas palabras- dije mientras le arrancaba la lengua al cordero y se la llevaba a la boca.

_ No se moleste, gringuito, Marco habla bien poquito y menos si estuvo bebiendo-

La voz finita venía de atrás del mostrador y pertenecía a Elba Mamani, cocinera de la "Fin de Siglo" desde hace medio siglo. Me acerqué y mientras me tomaba un Api orureño (una bebida espesa y caliente de mazamorra) me enteré por la dulce boca de Elba que el "Rostro de cordero" es la comida que los borrachos desbordados usan para bajar a tierra. A altas horas de la madrugada es muy común ver en las calles a las cocineras itinerates que venden los "Rostros" en bolsas de nylon a los borrachines que salen de los boliches y rumbo a sus casas las van picoteando hasta reducirlas a su mínima expresión, zigzagueantes hamlets del altiplano.

En el caso de Marco la parranda siguió de largo y a las nueve de la mañana se instaló en la "Fin de Siglo". Unos minutos después estaba frente a mí sacándole los ojos al bíblico animal y mandándoselos como si fueran dos tico-ticos.

Yo apuraba mi Api y me dejaba llevar por el bamboleo de la típica cintura de cocinera de Elba, más generosa que Bono, más ancha que el Río de la Plata, más pronunciada que declaración contra Cuba en la Casa del Partido Colorado.

Mientras Marco raspaba con una cuchara los sesos del ex-cuadrúpedo yo le dejaba a Elba una propina acorde a la hermosa imagen que me permitía llevarme de Oruro y abandonaba la "Fin de Siglo" rumbo a la terminal.

LA PAZ A PRIMERA VISTA

A quien llega a La Paz en bus la ciudad se le devela como un monstruoso estadio de fútbol.

En el llano, como si fuera la cancha, está el centro de la ciudad. A su alrededor, a modo de tribuna, se alzan los valles, saturados de casas: miles, quizá millones de espectadores de cuatro paredes.

La sensación de saturación crece a medida que uno comienza a caminar la ciudad y lo asaltan las imágenes, los aromas, los sonidos.

Tratar de descubrir cuál es la lógica que mueve la ciudad en la primera impresión es tan inútil como pretender que un letrista de cumbia no rime cerveza con cabeza.

De ahí entonces sólo me quedan, en este primer acercamiento a La Paz, instantáneas:

*Las cholitas. Son sin dudas las reinas de la ciudad y se destacan de las del resto del país por sus ropas y, principalmente, por sus joyas. La diferencia social entre las cholas se mide en joyas y la hiphopización de este grupo social llega al extremo en el caso de las más opulentas, que se lucen con sus dientes o incluso braquets de oro.

En El Alto, ciudad satélite de La Paz, todos los domingos se hacen peleas de cholitas, donde estas pintorescas señoras se dan de bomba ante el público extasiado que baja el mango por su chola predilecta.

*La guerrilla zapatera. Los lustrabotas de La Paz tienen algo en común: todos parecen el Subcomandante Marcos. Armados de pulidores y cepillos, estos guerrillero de la higiene usan pasamontañas, gorra a lo Fidel, chaleco y campera camuflada. Ignoro si es una forma de mantenerse en el anonimato, de protesta por su situación precaria o si realmente es un grupo que está juntando fuerzas para un día levantarse en armas y quedarse con todos los zapatos de la burguesía. Por las dudas mis Hush Puppies los eludieron.

*Las pregoneras. Hay una dualidad interesante en el boliviano promedio. En la conversación su hablar es dulce y suave, casi tímido. Ahora bien, cuando quiere vender algo, es más chillón que camisa del Negro Rada.

Las pregoneras ofrecen a los gritos su mercancía, sea comida, sean electrodomésticos, sean cursos de idiomas. Las que más me llamaron la atención fueron las de las subarus, mujeres que salen por la ventana de pequeñas camionetas de pasajeros gritando en cada esquina el recorrido completo: "¡¡¡Huanu Huanuni, Bella Vista, Miraflores, Terminal. Dos bolivianitos!!!". Si a esto se le agrega el hecho de que estas simpáticas camionetas sobrepobladas son el principal medio de transporte de la ciudad es fácil de imaginar el nivel de esquizofrenia que puede generarle en una esquina a un peatón ingenuo el escuchar al mismo tiempo cinco, diez pregoneras gritando recorridos distintos sumadas al pregón de la vendedora de zumo, de salchipapas, de discos, de inciensos, etcétera.

Con el paladar sobreexcitado por el abanico de posibilidades que se abría decidí bajar la pelota al piso y cumplir mi clásico rito de llegada a una ciudad: comprar una petaca de alcohol local, comprar el periódico de la ciudad (que para mi satisfacción en La Paz es "La Razón", un diario que me permite hacer el viejo juego de decirle al canillita bien rápido: "Todoslosbolitasselacomen, ¿Me das La Razón?" "Cómo no, señor", es la respuesta obligada) y buscar el hotel de dos estrellas con el nombre más simpático.

Cinco minutos después estaba alojado en "El tambo de oro", tomando Singani (una frutal variedad boliviana de la grapa) y leyendo la alineación del Strongest para el partido contra el Real Potosí.

Desde mi torre de marfil espero de a poco ser absorbido por este hermoso agujero negro llamado La Paz y la próxima semana compartir con ustedes, amigos, mis andanzas gastronómicas por la ciudad.

Salut!

Pascual Aguirre Dumont



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