Pascual Aguirre Dumont

La bolsa y la ciudad

Para quien ve a la ciudad como a un organismo, como a un ser provisto de alma, personalidad e intenciones, La Paz se le presenta como una monstruosa mujer tumbada que no para de dar hijos, de cocinar, de hablar, de vender, de dar órdenes, de moverse en un mismo sitio.

Actualizado: 16 de abril de 2010 —  Por: Pascual Aguirre Dumont

Caminar por las arterias de esa monstruosa mujer implica dejarse llevar por su ritmo y abandonarse en esa inercia.

Así, sin darse cuenta, uno termina siendo parte de la multitud paceña y descubre que en las pocas cuadras que van del centro al hospedaje Arcángel, menos dormir, todo lo hizo en la calle: comer, ir al baño, escuchar música, hablar, discutir, lustrarse los zapatos, ver el informativo, participar en una asamblea de la gremial única de vendedores ambulantes.

En ese flujo continuo, la gastronomía cumple un papel clave. Si bien hay todo tipo de restoranes establecidos, la verdadera comida se come en la calle y en movimiento, de ahí se desprende el actor más sorprendente de la cocina boliviana: la bolsa.

Volviendo al Arcángel después de una caminata por el centro paré en un negocio para comprar una bebida. Me llamó la atención la simple alquimia del local, que a través de una madera atravesada en la puerta a modo de mostrador pasó de casa de familia a kiosco, como cuando una botella en el techo marca el fin de una etapa en la vida de un auto y el comienzo de otra o cuando un recorte de prepucio hace lo mismo con un niño judío.

Nada más indicaba el cambio de estado, ni un cartel, ni siquiera una humilde góndola o heladera. Solo la tabla, dos bebidas chicas y un paquete de galletas. Adentro, cuatro niños miraban la tele y la madre me dirigía un desconfiado “¿Qué desea, gringuito?”.

Pregunté si tenía alguna bebida fría y señalándome la tabla respondió “Sólo tengo al tiempo”. La hermosa expresión “al tiempo” hace referencia a la ausencia casi absoluta de heladeras en los comercios paceños: las bebidas se venden “al tiempo”, es decir, a temperatura ambiente; ya sea agua, refresco, cerveza o yogur.

Pedí una coca chica y en el momento que le dije que era para llevar no recibí la botella, recibí la más hermosa imagen que me pudo dar la ciudad: la mujer sacó una pequeña bolsa de nylon y volcó los 333 mililitros de coca cola dentro de ella. Mis ojos bailaban al son del chorro oscuro que buscaba su forma en el transparente nylon: dos cuerpos disímiles que pasaban a ser uno a través de la mano indiferente pero experiente de la comerciante, que coronó la unión con dos sorbitos.

Mis manos recibieron la bolsa como cuando de niño por fin recibí a Tiburcio, ese pececito que tantas veces desee al pasar por la puerta de la veterinaria, solo que este pececito no iba a pasar de la bolsa a una pecera, sino a mi interior.

Camino al Arcángel iba tomando la coca, desinflando con suavidad la bolsa hasta que el líquido dio paso al vacío.

En los días posteriores fui descubriendo los más variados platos embolsados; me fui acostumbrando a la complicada operación de caminar entre la gente manoteando unas escurridizas salchipapas, a no quemarme con un caldo de pollo, a administrar el aceite de una ensalada mixta para que este no quede pegado a las paredes de la bolsa, a tomar un zumo de mango prescindiendo de los sorbitos.

Y sobre todo entendí que la bolsa es algo más que un gesto poco higiénico de los pequeños comerciantes callejeros que no pueden abastecer a los clientes de otro recipiente más sofisticado: es un espejo de quien consume, es el movimiento dentro del movimiento; en una ciudad donde el movimientos es ley la comida no puede estar quieta, ni siquiera al momento de ser ingerida: como si al dejar un puesto callejero o un comedor popular en vez de llevar una bolsa con tamales, api o pique macho llevara una de esas bolas nevadas con el paisaje de una ciudad, el paisaje de La Paz.

Caminar tomando esa coca caliente y embolsada fue mi verdadera llegada a La Paz, en ese simple acto sellé mi pasaporte gastronómico. Sé que me quedan mil sabores por descubrir en esta ciudad abismal, pero nada igualará ese acto fundacional.

Como ninguna otra mascota igualó a Tiburcio, mi primer pececito.



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