Silvana Harriett

Adiós, Eric Hobsbawm

El lunes 1º de octubre, al momento de iniciar temprano en la mañana mi clase de historia con el grupo de sexto de Derecho del Colegio Seminario, uno de los estudiantes se me acercó para compartir la noticia de la muerte de Eric Hobsbawm. Mi reacción fue de sorpresa – Hobsbawm parecía ya eterno desde su imagen de caballero veterano, jovial, creativo y siempre pensante- y de inasible pesadumbre: un referente de mi formación y trabajo docentes se había ido. Seguramente fue esta última sensación la que me llevó a exhortar a mis jóvenes alumnos a dedicar la clase a la memoria de ese brillante historiador británico, cuyos textos, por otra parte, habían leído, conmigo y con otros colegas que me precedieron.

Actualizado: 12 de octubre de 2012 —  Por: Silvana Harriett

Esa conmemoración continuaría al día siguiente, otra vez en una clase, ahora en la Facultad de Ciencias Sociales, donde otros estudiantes, preocupados por las nociones de crecimiento, desarrollo y progreso, recordarían a Hobsbawm en su relación de fidelidad crítica con el marxismo, y en su persistente idea de la necesidad de cambiar el mundo.

Ambas instancias me retrotrajeron a los primeros contactos con la obra de Hobsbawm a fines de la década del 80, al inicio de la carrera de profesorado, cuando nos acercábamos a la teoría de la Historia, una Historia de cuyo carácter científico no se dudaba y a la que entendíamos como una disciplina creada para pensar. En ese marco, leíamos el Hobsbawm que teorizaba, con su instrumental analítico de cuño marxista, sobre las revoluciones burguesas e interpretaba los orígenes de la revolución industrial, al tiempo que se adentraba en las características y dinámicas de la era del capital y de la era del imperio. Era también el que nos acercaba a los rebeldes primitivos, al Capitán Swing, y, con ellos como sujetos históricos del cambio, a la protesta de los derrotados que quedaron al margen del mundo instaurado por el progreso capitalista.

En los años que transcurrieron posteriormente, profundicé el contacto con Hobsbawm, en el estudio personal y en el trabajo en el aula. En ese contacto, creció la admiración – profesada por el colectivo de docentes de Historia, pero también por más de un colega proveniente de las ciencias duras que supo llevar la versión de bolsillo de la Historia del siglo XX al laboratorio- por una forma de hacer historia que combinaba el imprescindible análisis de los procesos y de las estructuras con la narración que daba vida al pasado, devolviéndole su contingencia en el rescate de todos los sujetos históricos, los colectivos y los individuales. Hobsbawm logró en su escritura esa envidiable combinación de la anécdota oportuna e ilustradora con la interpretación de la economía y la sociedad, mediante la construcción de periodizaciones y conceptos poderosos como instrumentos para su comprensión, de los que las nociones del largo siglo XIX y el corto siglo XX son uno de los ejemplos. La “historia problema” aparecía así, en la práctica de Hobsbawm, humanizada en una narrativa de alto poder seductor, reafirmando que “lo cortés no quita lo valiente”, como prueba de que el discurso histórico no pierde su carácter de rigurosidad científica por incorporar el relato.

Esta percepción se consolidó con la publicación en 1996 de “The age of extremes. The short twentieth century” (traducida anodinamente al español como “Historia del siglo XX”), una síntesis histórica del siglo XX – desde la Primera Guerra Mundial a la disolución de la URSS-, estructurada en una periodización que terminó instalándose definitivamente en los análisis sobre el siglo, y a la que la comunidad historiográfica se ha referido en forma permanente, para retomarla, complejizarla o cuestionarla. No ha habido clase sobre el siglo XX que haya podido escapar a la fuerza persuasiva de esa división del siglo en una “era de las catástrofes”, un período de “años dorados”, y otro de dirección “hacia el abismo”.

Eric Hobsbawm tuvo entre sus objetos de estudio la “doble revolución” (la Francesa y la Industrial), el origen y desarrollo del capitalismo, la expansión imperialista, el nacionalismo. En cuanto a éste último, subrayó el rol de los Estados como creadores de naciones, al tiempo que se preocupó por el rol de la Historia y de los historiadores como constructores de identidades nacionales, rol del que renegó. En este sentido, reafirmó la responsabilidad que les cabe a los profesionales de la historia en la tarea de deconstrucción de lo que denominó “los mitos políticos y sociales disfrazados de historia”, al tiempo que reclamó la adhesión al universalismo en el estudio del pasado como condición necesaria para la comprensión de la historia de la humanidad.

En su visita a Montevideo en 1999, en el discurso que pronunciara al momento de recibir la distinción Honoris Causa por la Universidad de la República, Eric Hobsbawm revisó el pesimismo desplegado en el capítulo final de “The age of extremes”. Esta revisión marcaría sus obras posteriores, las que mostraron una tenaz voluntad de identificar las formas de transformar una sociedad que, más allá de la caída del socialismo realmente existente, consideraba injusta. En esta perspectiva, Hobsbawm se mostraría como un optimista hijo de la Ilustración, un marxista con fe en que la razón y acción humanas son las herramientas con las que es posible cambiar el mundo.

Columna especial de Silvana Harriett para 180. Harriett es historiadora y profesora de la Facultad de Ciencias Sociales.



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