Ernesto Rodríguez

Brasil: 10 años de cambios

Los últimos diez años coinciden, en Brasil, con las gestiones de gobierno de Lula y Dilma, y aunque desde las grandes cadenas mediáticas se quiere relativizar (y hasta ocultar) han sido 10 años de notorios avances en el campo político, económico, social y cultural. Los análisis serios y las tercas evidencias disponibles, lo demuestran más que elocuentemente.

Actualizado: 29 de octubre de 2013 —  Por: Ernesto Rodríguez

En las últimas semanas, tuve oportunidad de visitar Brasil en dos oportunidades: una para participar del Encuentro de Jóvenes Parlamentarios de América Latina y el Caribe (realizado en Brasilia) y otra para participar de las actividades del Doctorado Latinoamericano en Ciencias Sociales, Niñez y Juventud, esta vez reunidos con varias universidades de la región en la PUC de Sao Paulo. Y aunque un par de semanas no dan para analizar nada con demasiada profundidad, revisar las evaluaciones disponibles y conversar con los protagonistas de todos estos procesos, permite formarse una buena composición de lugar al respecto.

Revisé muchos “balances” de estos fecundos 10 años de gestión progresista, pero uno de los más completos y sistemáticos es el aportado por FLACSO, compilado por Emir Sader, con un título muy particular: “Lula y Dilma: 10 años de gobiernos post-neoliberales”. Complementariamente, me ayudó mucho a ubicarme el libro de Joao Sicsú: “Dez anos que abalaram o Brasil”, estructurado sobre la base de contrastar los resultados concretos de los ocho años del gobierno de Fernando Henrique Cardoso y los diez años de Lula y Dilma. Y desde luego, los múltiples y rigurosos “textos del IPEA” (esa impresionante usina de análisis y formulación de propuestas del Estado brasileño, de donde viene Sicsú), que me ayudan regularmente a ubicarme de la mejor manera posible.

Las cifras son incontrastables: 40 millones de brasileños que han salido de la pobreza en estos últimos diez años, al tiempo que la distribución del ingreso ha mejorado significativamente, (medida por el índice de Gini era 0.585 en 1995, bajando a 0.563 en 2002 y a 0.501 en 2011). La participación de los salarios en el PIB era 49.16 % en 1995, bajando a 46.26 % en 2002 y subiendo nuevamente a 51.40 % en 2009, al tiempo que la tasa de desempleo, que era equivalente al 12.3 % en 2003, bajó a 5.5 % en 2012. La deuda líquida del sector público, por su parte, que en 2002 equivalía al 60.4 % del PIB, bajó al 35.1 % en 2012, al tiempo que el gasto social total per cápita, que era de 1.915 reales en 2002, pasó a 3.444 reales en 2011, creciendo a un promedio anual medio de 9 % (contra 4 % de crecimiento anual medio entre 1995 y 2002).

Se podrían agregar muchas más cifras al respecto, pero las aquí destacadas son más que elocuentes en cuanto a los resultados obtenidos en los últimos diez años de gestión progresista. A ellas, de todos modos, se suman muchos otros indicadores menos “cuantificables” pero igualmente relevantes, como los vinculados con la puesta en práctica de programas especialmente concebidos para combatir las desigualdades raciales (que en Brasil son enormes) incluyendo las cuotas para negros en las universidades y en los programas sociales, así como las iniciativas vinculadas con el impulso a las políticas culturales, la ampliación de los servicios de salud, la expansión de la educación y el aumento del consumo, sobre todo en el caso de las clases medias y bajas, que han logrado acceder a bienes y servicios a los que nunca habían accedido antes.

Pero si uno se dedica a tratar de entender lo que está pasando en Brasil, siguiendo la prensa nacional y los noticieros de las grandes cadenas mediáticas, la imagen con la que se quedará será seguramente muy distinta: el país está sumergido en un gran caos, del que seguramente no saldrá si no cambian el gobierno y las grandes orientaciones de política pública. Suena conocido ¿no? Por ello, y con razón, prácticamente todos los analistas serios del país reclaman que el gobierno “haga algo” al respecto: algunos reclaman controles más estrictos, otros, el desarrollo y el fortalecimiento de medios públicos, coincidiendo (todos) en denunciar que las grandes cadenas mediáticas se han convertido -en la práctica- en los grandes partidos de oposición, en un marco donde los partidos políticos opositores están muy debilitados y no logran formular propuestas alternativas creíbles y atractivas para las y los brasileños (también suena conocido ¿verdad?).

¿Cómo calificar estos diez años de cambios tan significativos en Brasil? Hay, sin duda, un gran debate al respecto. Para algunos (del lado del gobierno, por cierto) se trata de “diez años de gobiernos post-neoliberales” (como lo hace el libro de FLACSO, ya citado) mientras que para otros (muchos analistas se afilian a este enfoque) se trata de gobiernos “progresistas”, al tiempo que para otros (el PNUD, por ejemplo) podríamos estar ante el mejor ejemplo de lo que ha dado en llamarse “gobiernos neo-desarrollistas”, incluyendo en esta categoría, aquellas experiencias apoyadas en el retorno a la centralidad del Estado en la economía, la necesidad de preservar la estabilidad macroeconómica, la apuesta al aporte de las exportaciones al desarrollo, el énfasis en el desarrollo del mercado interno sustentado en importantes programas sociales y en la presión de los nuevos modelos desarrollo sobre el ambiente (con los conflictos que ello conlleva, sobre todo con los pueblos originarios que habitan en las zonas donde se explotan minerales y se construyen grandes obras de infraestructura). Es, sin duda, un debate por demás interesante y no sólo para Brasil. Pero lo que no está en discusión, es la creciente consolidación del Brasil como un referente mundial de primer orden (pasó de ser la octava economía del mundo a ser la quinta, en estos diez años) ni los evidentes logros en el campo de la inclusión social (menos pobreza, mejor distribución del ingreso, etc.) ni los avances en el plano cultural (combate decidido al racismo, promoción sistemática de la equidad de género, etc.).

Las recientes protestas sociales son, precisamente, la expresión más clara de un amplio conjunto de la población que quiere que estos cambios se profundicen y se generalicen al conjunto de la dinámica de las políticas públicas, superando contradicciones flagrantes (más movilidad en el espacio público pero con servicios de transporte obsoletos, por ejemplo). Y aunque algunos sectores (supuestamente más radicales) han pretendido aprovechar el marco de estas legítimas e importantes manifestaciones ciudadanas, para desarrollar estrategias violentas que nadie acompaña, el gobierno sigue apostando al diálogo con la ciudadanía, proponiendo -incluso- profundizar el modelo, superando las limitaciones existentes en el plano político, que fomentan la nefasta injerencia de dineros privados en las campañas políticas, el constante cambio de partido de los parlamentarios electos y muchas otras perversiones que luego inciden directamente en la calidad de la democracia. El tiempo dirá si se puede avanzar -también- en este campo, pero ya no se podrán discutir -seriamente- los evidentes avances logrados hasta el momento.



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