Gabriel Quirici

Manual para la aldea: enseñanzas de los pitufos para el siglo XXI

La cuestión de los Pitufos y el comunismo ha movido el febrero uruguayo justo cuando se cumple 100 años de los comienzos de la Revolución Rusa. Más allá de reacciones inmediatas parece una buena oportunidad para reflexionar sobre cómo la relación entre prácticas de enseñanza y los mandatos sociales que sobre ellas existen.

Actualizado: 19 de febrero de 2017 —  Por: Gabriel Quirici

De manual

Los mandatos sociales sobre la enseñanza, es decir aquello que se espera que la educación haga, son diversos: las instituciones (Ley de educación, autoridades, programas, inspecciones), los saberes impartidos en los centros de formación docente, las modas pedagógicas (las “competencias” o el “constructivismo”), los debates políticos y mediáticos y, por supuesto, lo que padres y madres esperan que se les brinde a sus hijos.

La diversidad de opiniones que hay sobre educación está cruzada por estos mandatos y no siempre se tiene en cuenta la complejidad del acto de enseñar en sí mismo. Que es mucho más incierto, efímero y menos controlable de lo que los propios docentes desearíamos.

Siempre es atendible y de recibo cualquier duda o consulta que un padre tenga con respecto a cómo y qué le intentamos enseñar a los estudiantes. Igual  actitud de escucha y diálogo debe esperarse de padres y autoridades respecto a las estrategias y recursos didácticos que los docentes ponen en juego para enseñar y tratar de que los estudiantes aprendan (que son cosas relacionadas pero no iguales).

Ocurre que con Historia se da una suerte de “ficción positivista”: se cree que lo que está en los libros es lo que el docente enseña y lo que el estudiante “aprende” (de memoria supuestamente  -que no es aprender, por las dudas-) y reitera en la evaluación. Esta ficción desconoce la complejidad del acto educativo y la labor docente en el aula (sería casi que un mero transmisor y sin libertad de cátedra). Al tiempo que eleva a los textos a una categoría de verdad objetiva, tan irreal como peligrosa.

Los textos escolares están en un limbo entre los mandatos educativos y la práctica docente. Sirven de respaldo a  los docentes, a veces. Tranquilizan a los padres (porque “ya tienen el libro”). Proporcionan relatos resumidos y buenas imágenes también, y hasta traen ejercicios que se pueden adaptar a la clase. Pero si bien los manuales son útiles, por cierto que son imperfectos y rígidos. Mientras que las clases son dinámicas: maestros y profesores arman ejercicios, conocen a sus grupos, los estudiantes preguntan y cuestionan. Las clases además,  están en constante relación con las familias (deberes, búsquedas de información en el hogar). De forma que habría que focalizar con menor dramatismo el que aparezcan en ellos ejemplos o información que no nos parezca adecuados.

Es cierto que existen docentes que dictan, que trabajan la historia de forma sesgada y panfletaria, que no dan bibliografía extra o que solo se aprueba sus escritos si se pone lo que dijeron en clase. No son la mayoría y de fondo, son los que menos enseñan. Los estudiantes se dan cuenta que poniendo lo que al profesor le gusta salvan, y luego siguen pensando lo que quieren sin mucho drama. Obviamente que esos casos deben ser evaluados y corregidos desde una perspectiva pedagógica e institucional, pero no desde el alarmismo ficticio.

Y ojo que no pasa solo con Historia: hay formas cerradas de enseñar matemáticas, biología, física, literatura o filosofía… si vamos a cuidar la laicidad el objetivo central debería ser erradicar este tipo de prácticas y exigir a los docentes un distanciamiento crítico sobre sus saberes para reforzar su libertad de cátedra y autonomía profesional. Pero exigiendo diversidad: sin darla por supuesta, ni con la pereza de que cuando el tema no me quema como padre no protesto. Quiero versiones complejas del comunismo, de la evolución, de los indios uruguayos (que no eran los charrúas solamente ni los más!!!), de la diversidad de género, de las luchas por el poder de Aparicio, de las posturas políticas en 1973 …

Pero el mini escándalo provocado por presentar al comunismo como un mundo de los pitufos, (como si se tratase de propaganda subliminal que por la simpatía que despiertan los enanitos azules los niños y fueran a ver con buenos ojos el comunismo y volverse marxistas) trasmite más un anacrónico olor a  Guerra Fría que una mirada moderna sobre los problemas de la enseñanza. Y la sensación de amenaza pública y censura que desata no contribuye a un debate sano sobre cómo enseñar mejor. Pues cierra las posibilidades de analizar el ida y vuelta entre manual de texto, proyectos de centro, docentes y estudiantes en las aulas, y por oposición, jerarquiza una actitud de sospecha sobre las intenciones de quienes utilicen tal o cuál manual y minimiza la capacidad creativa de los docentes que lo utilicen como la posible criticidad de los estudiantes y las familias.

Antes de adoptar posturas maximalistas de tipo ‘mirá lo que le quieren enseñar a mis hijos’ o ‘las autoridades de los centros que autorizan este manual no controlan nada’ (1)… se debe reflexionar un poco más a fondo sobre la política editorial respecto a los manuales y saber que desde el retorno a la democracia la docencia más actualizada y profesional no trabaja con textos únicos ni “oficiales”. También se debería ser más exigente con las empresas editoriales y analizar sus mecanismos de elaboración de los equipos de producción de textos.

Si la intención es velar por una mejor formación (y no solo saltar porque el comunismo en-pitufado me genera picazón) hay que promover una política general de estudio, evaluación y sugerencia de diferentes manuales, de forma plural y con debate público. Así como debería incluirse una evaluación docente en donde se premie y estimule las prácticas de enseñanza en diversidad y con recursos múltiples que involucren también a las familias.  Ya que no se ha podido lograr que se revea el estatuto docente aún, al menos este pequeño cambio institucional podría darse ¿no? Bastaría con formar equipos de los tres niveles de la enseñanza (maestros, profesores y docentes universitarios) y evaluar los diferentes textos que deberían tenerse en cuenta para cada curso, con una oferta amplia y pluralista.

Es que si todo el debate anterior nos ayuda a generar intercambios que enriquezcan un acceso a los recursos didácticos de forma más transparente, institucionalizada y plural (no volvamos al centralismo ni a las censuras ¡por dios!) podremos decir que la discusión pitufa de febrero nos ayudó a salir de la aldea.

(1) La participación de la Presidenta de AIDEP, Zózima González explicando las razones pedagógicas del uso de los manuales como una herramienta más en el marco de la libertad de cátedra docente dentro de un proyecto de centro educativo que trabaja con diversos recursos y que a la vez es capaz de evaluar críticamente el recurso de los pitufos como poco adecuado para los chiquilines de 11 años.



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