Pascual Aguirre Dumont

En la ruta del dengue

Bienvenidos, estimados comensales, a esta bitácora gastronómica con la que no busco otra cosa que borrar las falsas fronteras que separan a los países del sur y alejarme por unos meses de las turbulentas aguas de la DGI que periódicamente me salpican.

Actualizado: 02 de febrero de 2010 —  Por: Pascual Aguirre Dumont

Lo que les propongo es que me acompañen en un viaje sin más norte que el buen vivir y sin más pasaporte que uno que conseguí en el puerto para descubrir las perlas ocultas de la cocina del norte argentino, Bolivia y Perú.

La idea es escapar del cliché, de lo establecido por los apóstoles de lo gastronómicamente correcto y mancharse el paladar con todo aquello que no se encuentra en los circuitos turísticos, en “La Ruta del Vino” o “El Camino del Inca”: internarse en La Ruta del Dengue e infectarse con la comida de la calle, de los carritos, los comedores, los parripollos, los comipasos; la comida en movimiento, que no pide permiso, que cruza con roja los filtros bromatológicos y si llega a causar un accidente se da a la fuga.

Y en este primer acercamiento, en este primer bocado, me gustaría hablar de algo que constituye la espina dorsal de un viaje como éste: las terminales de ómnibus.

¿Qué vino primero, la ciudad o la terminal?

La pregunta es bastante estúpida, me dirán: obviamente la ciudad; y es cierto, sin embargo la terminal opera sobre la ciudad una transformación tan marcada que da lugar a la pregunta, que al fin y al cabo no era tan estúpida.

Las terminales, centros de fugacidad, de tránsito, construyen un entorno a su imagen y semejanza.

Uno camina por los alrededores de Retiro y siente que a ese carrito ya lo vio en la esquina de Tres Cruces; jura que esa hamburguesería es la misma que la de la esquina de la rodoviaria de Caxias do Sul; está convencido de que ese hotel de 2 estrellas es el mismo que lo acogió en Jujuy.

Si un día todas las terminales de ómnibus y sus alrededores alzaran vuelo convertidas en monstruosas golondrinas formadas por andenes, pasillos, boleterías, baños, calles flechadas, ferias, pizzerías, moteles, cines pornos, etcétera, migraran en bandada hacia una región inhóspita, como por ejemplo el departamento de Flores, y aterrizaran haciendo nido una al lado de la otra, conformarían la ciudad más homogénea y lógica de la historia de la humanidad. La más repugnante, sí, pero lo más uniforme.

Una ciudad donde sólo se generan relaciones casuales, azarosas; donde el movimiento es norma y la esperanza de vida es más baja que en Etiopía a causa de las condiciones higiénicas y gastronómicas.

Quisiera hacer hincapié en esto último: la terminal hace retroceder al hombre civilizado varios casilleros en el juego de la evolución y lo convierte en un ser sujeto a sus instintos más básicos: comer, beber, hacer sus necesidades y dormir.

El hombre moderno lo acepta porque siente que simplemente es un paréntesis, un puente en su viaje, pero caminar por una terminal implica ver gente que cayó desplomada por el sueño sobre una tan colorida como incómoda silla de plástico; personas aliviadas por ingresar a un baño donde un refugiado haitiano se sentiría incómodo; hombres y mujeres deglutiendo un pedazo de milanesa refritada como si no hubiera mañana.

En este viaje que he comenzado descubrí gratamente la presencia de un invento argentino que creo que encierra en sí todo lo que significa la terminal: el Super Pancho.

Ubicados en diminutos locales establecidos o ambulantes, no solo alrededor de las terminales (aunque allí tienen su fuerte), las casas de Super Pancho ofrecen el producto del mismo nombre.

Un Super Pancho típico está conformado por un pancho largo, pan de Viena, dos salsas, dos aderezos y una lluvia de papas. No sale más de 10 pesos, no demora más de 5 minutos, no necesita cubiertos y no deja hígado en pie.

Hagámos un Super Pancho y desmenucémoslo: primero lo básico, un frankfurter al pan con mayonesa y ketchup, hasta ahí nada nuevo bajo el sol.

Ahora, tenemos dos aderezos para ponerle: digamos que elegimos salsa criolla y 4 quesos. Ahí el partido se complica, más aún sabiendo que falta la lluvia de papas, es decir un paquete de papas chips finas, las populares papas pay.

Y digamos que hoy nos despertamos temerarios y decidimos por unas monedas más convertirlo en un Super Pancho con Poncho, es decir ponerle un baño de muzzarella.

¿Qué tenemos entre manos? Una bomba Molotov culinaria, un informe de Amnistía Internacional sobre Darfur gastronómico, un homenaje de Ignacio Copani a Sandro alimenticio.

Pero más allá de eso tenemos un snack más expansivo que la República Popular China, que pretende contener al Universo gastronómico todo: las papas chips son propias de una picada, la salsa criolla fue claramente expropiada de la parrilla, nada tiene que hacer fuera de un asado o un chorizo; lo mismo pasa con la salsa 4 quesos, desubicada si no es encima de un plato de pasta o dentro de una empanada y ni que hablar del baño de muzzarella, que si bien podría tener su lógica encima de un pancho es obvio que lo que busca es evocar el baño de chocolate de una heladería.

Es decir que tenemos en un solo bocado al menos 4 platos distintos, que incluyen entrada, cena y postre.

Y eso, amigos, es una terminal. Un espacio donde no hay tiempo para pensar, donde en 5 minutos tenemos que darle o quitarle a nuestro cuerpo todo lo que falte o sobre para el siguiente viaje.

Espero que hayan quedado saciados y nos veremos en la próxima terminal.

Salut!

Pascual Aguirre Dumont*

*Pascual Aguirre Dumont nació en Extremadura en 1938. Su paladar curioso la ha llevado a recorrer el mundo buscando sabores inéditos: Checoslovaquia, Alemania Oriental, Congo Belga, Rhodesia, Burma, son algunos de los lugares donde se ha establecido y que, curiosamente, ya no existen como tales. Hace años está radicado en Uruguay.

A lo largo de sus 52 años de periodismo gastronómico ha colaborado con innumerables medios de la talla de la Revista Unhuevo.

Algunos de sus libros publicados son: “Todos los huevos al fuego”, 1961; “La insoportable levedad del cerdo”, 1985; “Ensayo sobre la cereza”, 1996 (recientemente llevado al cine bajo el título “Cherryness” y filmada en parte en Uruguay).

Ilustración: Gervasio Della Ratta



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