Maximiliano Guerra

El foso infranqueable

Un joven (entre 20 y 23 años, ropa y gorro Adidas) cruza Av. Uruguay en rojo, hablando por celular y sin mirar. Cuando está llegando al cordón, desde un auto (una cupé oscura, vidrios polarizados, nueva o muy bien cuidada) el conductor le toca bocina con vehemencia y el joven no sólo no apura el paso sino que, sin mirar al auto y sin dejar de hablar al celular, le levanta el dedo medio al conductor.

Actualizado: 04 de abril de 2012 —  Por: Maximiliano Guerra

El auto en vez de seguir dobla por Av. Del Libertador, baja la velocidad y el vidrio, y desde adentro un viejo (alrededor de 50 años, más bien pelado, ropa de oficina o de reunión) putea al joven y le dice que venga a hacerle el gesto en la cara. El joven sigue caminando mirándolo de costado y el viejo sale desencajado del auto, lo insulta durante 30 o 40 metros (están en una plazoleta), se acerca y le pega una piña en la cabeza. El joven, sorprendido, no reacciona; simplemente se cubre y el viejo lo sigue puteando, con la intención de pegar otra. Yo, joven (25 años, musculosa gastada, bolsa del supermercado en la mano), estoy cerca y grito algo para separarlos, el viejo enfila hacia mí sin cambiar la intención, preparado a irse a las manos conmigo ante cualquier gesto, le digo que baje un cambio, que no da para tanto y me dice a los gritos qué fue lo que hizo el joven y que “a este pendejo le voy a enseñar a respetar”. Mira al costado y ve que el joven sigue de pie en el mismo lugar, durito, y vuelve a enfilar hacia él. Otro viejo que estaba mirando la escena (un poco mayor, de bigote blanco y con una musculosa más digna que la mía) se acerca al primer viejo y le dice que afloje, que el pibe ya entendió y le pregunta si no tiene hijos. Recién ahí el primer viejo se tranquiliza, balbucea alguna cosa más sobre el respeto, se sube al auto y se va.

En 1983 (antes que cualquier de los dos jóvenes de la anécdota naciera) Italo Calvino escribió "Palomar", una hermosa novela sobre un señor que mayormente se hace preguntas sobre todo lo que lo rodea, el capítulo llamado “Del tomársela con los jóvenes” comienza así: “En una época en que la intolerancia de los viejos con los jóvenes y de los jóvenes con los viejos ha llegado el colmo, en que los viejos no hacen sino acumular argumentos para decir finalmente a los jóvenes lo que se merecen y los jóvenes no esperan sino esas ocasiones para demostrar que los viejos no entienden nada, el señor Palomar no consigue pronunciar palabra.”

¿Qué hizo el joven? Cruzó en infracción, con inconciencia y cuando se lo señalaron mandó a cagar a quien lo hizo con la arrogancia de ni siquiera mirarlo.

¿Cuál fue la respuesta del viejo? Interrumpió su camino, lo fue a buscar, le dictó una clase de moral a los gritos y lo castigó con una piña en la cabeza.

Palomar primero piensa: “La dificultad viene del hecho de que entre nosotros y ellos hay un foso infranqueable. Algo ha sucedido entre nuestra generación y la de ellos, una continuidad de experiencia se ha interrumpido: no tenemos más puntos de referencia en común”. Pero también piensa, por el contrario, que cada vez que está por dirigirles un reproche o una crítica nota que él de joven también generaba reproches o críticas del mismo género y no las escuchaba, que “los tiempos eran distintos y el resultado era muchas diferencias de comportamiento, de lenguaje, de costumbres, pero mis mecanismos mentales de entonces no eran muy diferentes de los de hoy.”

Para el viejo, en un principio, yo fui una amenaza, porque daba por descontado que estaba del otro lado del foso infranqueable: ésa era una batalla generacional, la batalla del “A este pendejo le voy a enseñar a respetar”, y yo iba a salir a defender a mi camarada. Como no fue así volvió a su objetivo, que más allá de la actitud inicial nunca lo confrontó, y sólo desistió cuando alguien de su lado del foso le dijo que el castigo ya era suficiente.

Palomar ve que en realidad no hay contradicción entre sus dos pensamientos y reflexiona: “La verdadera distancia entre dos generaciones está dada por los elementos que tienen en común y que obligan a la repetición cíclica de las mismas experiencias, como en los comportamientos de las especies animales transmitidos por herencia biológica; mientras que en cambio los elementos realmente diversos entre nosotros y ellos son el resultado de los cambios irreversibles que cada época trae consigo, es decir, dependen de la herencia histórica que nosotros les hemos transmitido, la herencia de la que somos responsables, aunque a veces sin saberlo. Por eso no tenemos nada que enseñar: en lo que más se asemeja a nuestra experiencia no podemos influir; en lo que lleva nuestra impronta no sabemos reconocernos”

Cuando Calvino publicó esto tenía 63 años, ya era un viejo hecho y derecho.



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