Marcelo Estefanell

África revuelta

Hay fenómenos políticos y sociales que nos toman completamente de sorpresa y hasta nos hacen dudar de nuestra capacidad de entender la realidad y de absorber la información. Quizás por inesperados y por suceder lejos de nuestras fronteras, se acentúa esa especie de desolación intelectual que se planta ante uno mostrando el grado de ignorancia que se tiene y hasta se padece.

Actualizado: 24 de febrero de 2011 —  Por: Marcelo Estefanell

Estando en Egipto, antes de los sucesos que ocuparían los titulares de la prensa mundial, uno podía ver en los informativos televisivos las movilizaciones y revueltas que se sucedían en Túnez desde que el joven Mohamed Bouazizi se inmoló delante de la municipalidad que no le permitió poner un puesto de venta de verduras. Su muerte, sin quererlo, se convirtió en la chispa que encendió a toda una sociedad harta de tanta corrupción y de tanta arbitrariedad.

Cuando llegué a El Cairo el 21 de enero pasado, se cumplía una semana de la renuncia de Zine El Abidine Ben Ali de la presidencia de Túnez, luego de 23 años en el poder. La movilizaciones continuaban en los principales centros urbanos del país en pos de sus reinvindicaciones políticas, pero nada hacía pensar que las revueltas de los jóvenes tunecinos contagiarían de entusiasmo a sus vecinos de África del norte, del cercano y del medio oriente.

Aún así, como uno de observador tiene poco de imparcial, no podía dejar de mirar con atención al país que estaba visitando por primera vez, con el añadido, nada desdeñable, de ser también primerizo con respecto a al cultura musulmana.

Cada día había que digerir muchísimas impresiones que impactaban fuertemente sobre mis sentidos. Desde que pisé el aeropuerto de El Cairo tuve la sensación de entrar a un mundo casi desconocido y, a su vez, algo familiar: los datos que se me ofrecían a diario en la vida cotidiana cada vez más se parecían al estado policíaco que se vivía en nuestro país a fines de los sesenta: piquetes policiales, fuerzas de choque, agentes de particular de indisimulada mirada escrutadora, puestos fijos de la policía con blindajes especiales, controles en todos los hoteles y en todos los lugares turísticos, y esa incómoda sensación de que estás viviendo en una sociedad estrechamente vigilada.

Mientras tanto, llega el momento único e irrepetible cuando uno comienza a visualizar las pirámides de la meseta de Giza y, al acercarse, se toma conciencia de que no existe foto ni película que pueda reflejar ese instante. Extasiado uno recorre esas hectáreas del desierto entre centenares de turistas, de vendedores ambulantes y de oportunistas rapaces cuando, de pronto, no podemos sustraernos a la imagen prosaica de una turista que fotografía con esmero a un representante de la policía de Egipto montado en su dromedario engalanado; el uniformado posa para la toma y a los segundos todos oímos a la fotógrafa ocasional darle las gracias con suma cortesía. Sin embargo, el diálogo continuó por un sendero insospechado:

—Gracias, no —dijo el policía—, son cinco dólares.

—¿Cinco dólares? —repitió la señora con asombro.

El policía asintió.

La mujer comenzó a regatear y al final transaron por tres dólares.

Más tarde, en una escena parecida y delante de todo el mundo, otro policía llegó a cobrar cuarenta euros a un turista por subirlo y bajarlo de su dromedario.

Algo estaba podrido e Egipto, sin duda. Lo que no sabía hasta entonces era que quienes tenían la obligación de velar por la seguridad de todos, era el cuerpo más corrupto y más odiado por la población local.

Pocos días más tarde, vería por la televisión a esa misma policía reprimiendo con palos, gases y balas a los manifestantes de la plaza de Tahrir, quienes hartos de inequidades, de fraudes electorales, de falta de trabajo, de corrupción generalizada y de ausencia de libertades, se lanzaron a protestar como los tunecinos, llamando a la movilización mediante mensajes de textos en sus celulares y usando las redes sociales como facebook y twiter.

Un fenómeno nuevo se estaba gestando en el norte de África y nadie sabía bien a qué atenerse. La oposición egipcia organizada, como lo son Los Hermanos musulmanes, tardaron 48 horas en apoyar a los manifestantes, cuando los muertos en los enfrentamientos ya sumaban más de una decena y los presos se contaban por centenares.

En lo personal, sabía que mis vacaciones en el país más poblado del mundo árabe corrían riesgos de ser acotadas y, de hecho, con los toques de queda cada vez más extensos, pronto llegaría el fin. De todas maneras, era conmovedor ver a los jóvenes manifestantes saludarnos haciendo la ve de la victoria por las calles de Luxor, con una sonrisa en los labios y gritando consignas incomprensibles. Más aún al saber que el 40% de ellos no consigue trabajo (franja etaria entre 18 y 28 años), y quienes lo tienen ganan salarios tan paupérrimos que los condenan al hambre (un promedio de dos dólares por día).

Las sirenas ululantes llegaban hasta el hotel y el picor en los ojos por los gases lacrimógenos me trajeron recuerdos de otros tiempos de arbitrariedades y de miserias.

Encerrado —por obligación— en el hotel a la orilla del Nilo, lamenté no tener 20 años y saber el lenguaje local para mezclarme con la muchedumbre que le había dicho basta a la corrupción y a la tiranía. Los analistas internacionales podrán hacer dos mil interpretaciones de los hechos, pero lo cierto es que estos jóvenes egipcios patearon el tablero político en procura de cosas aparentemente tan simples como lo son tener un trabajo digno y construir una democracia auténtica.

Mientras el sol se iba a pique tras las montes que contienen el Valle de los Reyes y el Nilo se volvía verde oscuro, parecía que cinco mil años de historia se resumían en un contrapunto entre la oración que escapaba por los altoparlantes de la mezquita más cercana y las consignas voceadas por los manifestantes: ¡Fuera, Mubarak, fuera!

Era extraño estar seguro en un hotel cinco estrellas contemplando el atardecer sobre un paisaje deslumbrante mientras, a pocas cuadras, los manifestantes desarmados daban un ejemplo de coraje y de entrega para sacarse el yugo de encima.

Al fin se hizo la noche, la misma noche que tanto temían los antiguos egipcios porque significaba la muerte del sol y un lago viaje por la tinieblas. Con la noche también llegó la noticia de que teníamos que abandonar el país y se cancelaban todas las excursiones.

Los noticiosos nocturnos hablaban de más de trescientos muertos entre los manifestantes, sumando las ciudades del Cairo, de Alejandría y de Suez.

Sin embargo, nada impedía suponer que la llama estaba encendida y, por más incertidumbres que presentaba el futuro, a los déspotas ya no les sería tan sencillo mantener sus privilegios y amordazar a sus pueblos.



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