Por Kimiko De Freitas-Tamura
Más de 10.000 animales, esencialmente bovinos, quedaron abandonados cuando el gobierno ordenó la evacuación de las 80.000 personas que viven en un radio de 20 km en torno a la central Fukushima Daiichi (Nº 1), muy dañada por el sismo y el tsunami del 11 de marzo.
Hiroaki Hiruta obedeció a las autoridades. Pero hasta cierto punto. Con cierta regularidad, el granjero de 43 años regresa a su aldea, en la zona prohibida, para alimentar a sus vacas. "Mi manada, es como mi familia. Es mi vida. Sé que no debería hacerlo, pero no puedo aceptar esta situación", explica.
Hiruta volvió deprimido de su última visita, el lunes. "Me encontré a cinco becerros muertos de hambre en el establo. Estaban en los huesos", se lamenta.
Este funesto destino lo corren sin duda muchos otros animales privados de agua y comida, según un responsable agrícola local.
Esta situación constituye un drama en la región de la prefectura de Fukushima, a unos 250 km al nordeste de Tokio, reputada hasta entonces por la calidad de su carne vacuna y de su leche.
Hiruta, granjero de tercera generación, poseía 130 vacas Holstein en el pueblo de Naraha, a 14 km de la central. "Cuando entro al establo, las vacas mugen. Parece que piden ayuda desesperadamente. Hay que oírlo para comprenderlo", cuenta. "Cuando me voy, pienso que es quizá la última vez, entonces me quito la gorra y me prosterno. Creo que los animales me entienden".
En su camino de vuelta, cruza Nahara, convertida en una "aldea fantasmal", donde no ve más que a trabajadores enfundados en un mono blanco, que van o vienen a Fukushima Daiichi.
Las autoridades dan muestras de comprensión con los granjeros que desobedecen. "Comprendemos sus sentimientos y no podemos pedir a los soldados que los evacúen por la fuerza", explica Masahiro Oka, un responsable del servicio lácteo.
Pero los hemos prevenido de los riesgos que corren. Mitsuhide Ikeda, de 49 años, se expuso a un nivel de radiación de cinco milisieverts --cinco veces la tasa anual normal-- cuando volvió por unas horas a su granja, situada a 5 km de las instalaciones nucleares.
Ahora a Ikeda ya no le quedan motivos para volver: sus 32 bovinos desaparecieron; quizá hayan huido campo traviesa. "No puedo imaginarme en qué estado se encuentran. Sobre todo los más jóvenes que había que alimentar a mano", comenta preocupado.
Pero si los encuentra, Ikeda sabe que no podrá venderlos, porque están demasiado contaminados y siente miedo al pensar en el futuro de la explotación agrícola familiar, creada hace 130 años. Él y sus colegas todavía no saben cómo serán indemnizados por TEPCO, la operadora de la central. "La incertidumbre podría durar aún semanas -previene-, y comienza a ser insoportable".