A la edad en la que mueren las leyendas del rock, McFerrin decidió ser cantante. De los 27 a los 61 años, el performer de Manhattan ganó diez premios Grammys, vistió largos (Cocktail) y cortometrajes (Kinick-Knack de Pixar) con su voz; giró por el mundo, y se lució como colaborador de pesos pesados y como compositor de una veintena de álbumes.
Bobby McF estuvo en Montevideo y tuve la suerte -y el honor- de estar en la prueba de sonido, la conferencia de prensa y el concierto del domingo 31 de julio. La sala Adela Reta estuvo casi llena y personas que no se conocían entre sí cantaron al unísono a lo largo de dos horas.
Bobby McFerrin trabaja a capella, tardó seis años en encontrar su estilo. En esa búsqueda fue esencial la música del pianista Keith Jarrett. También pesaron Miles y las voces y los consejos de sus padres.
McFerrin hace ejercicios de vocalización a diario y comprende al canto como disciplina espiritual. Eso es tan importante como su concepción de la audiencia. Él sostiene que “son sus invitados, sus amigos” y es por eso que logra generar un clima de intimidad en los shows.
El sonido requiere del silencio para lucirse, y ser consciente de eso estimula el desarrollo del swing. Bobby McF ejecuta solos que pueden quebrar quijadas, aunque su voz también puede llevar al escucha al abuso de Kleenex. McFerrin hace que el público funcione como unidad. La audiencia llena, redondea la obra de él, y gracias a eso su música gana cuerpo.
Me despido con la evidencia, con el improvisado coro de uruguayos que la rompió junto a Robert McFerrin. No siempre es “menester que sea rock”.
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