La entrada principal a Ramallah es Qalandia, el mega puesto de control militar israelí que separa la capital palestina de Jerusalén, a 15 minutos de viaje en auto. Torres de cemento, vallas, lomas de burro y todo tipo de obstáculos protegen a los soldados israelíes, armados hasta los dientes, que día a día deciden quién entra y quién sale del lugar. No parece un sitio muy amigable para el ser humano. Las paredes grafiteadas son testigo permanente de las montañas de cascotes dispersas en la acera, siempre dispuestas como rudimentaria munición. Da la impresión de que lo “normal” aquí son los enfrentamientos; municiones, instalaciones, rivales, todo está dispuesto y a la espera. Se trata sólo de llegar y darle.
El viernes pasado no fue un día más. Para el pueblo palestino se trataba de un día histórico: el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abas, solicitaría a la ONU el reconocimiento de Palestina como Estado independiente y miembro pleno de ese organismo. Sin embargo, en Qalandia se vivió un viernes “normal”: unos 200 palestinos se enfrentaron con piedras a los gases lacrimógenos israelíes. Cuando entré por ahí, pasadas las dos de la tarde, un chico con la cara cubierta y honda en mano me ignoró totalmente y esquivó el auto para seguir exponiéndose a las balas. La mayoría de los fotógrafos de prensa llevaba máscara de gas, y alguno que tenía un simple tapaboca sufría las consecuencias. Mi colega copiloto me repetía: “¡seguí, seguí, no pares ni un segundo, estamos de espaldas a los soldados y pueden disparar!”. Pasamos.
Me esperaba la plaza Yassir Arafat, no más grande que la Plaza Cagancha, donde el pueblo palestino se preparaba para la gran fiesta. Había más periodistas que locales, quienes miraban desde los costados mientras se terminaba de armar el escenario y se desplegaban los cientos de sillas de plástico. Poco a poco la plaza se fue llenando, y de repente llegó un grupo de militantes, muñidos de las banderas de los países que ya reconocieron a Palestina como Estado, entre ellos Uruguay. Comenzaron los cánticos de agradecimiento a esos países y de apoyo a Abbás, el protagonista del día. En la pantalla gigante ya se veía el acto que había erigido la dirigencia palestina en el exilio de Beirut, Líbano. Y por la televisión de los cafés la gente se enteraba de que un hombre de 35 años había muerto de disparos israelíes en Nablús, y que hubo detenidos tras enfrentamientos en Jerusalén Oriental. Pero más allá del pesar, estos hechos no empañaron demasiado el mitín.
Mientras caía la gente, vendedores ambulantes ofrecían banderas y escarapelas, puestos de choclo, helado y bebidas se instalaban, y decenas de periodistas occidentales ocupaban techos y balcones. Ramallah no es una metrópolis cosmopolita como Nueva York o Berlín, pero aun así el público hacía gala de una interesante diversidad étnica. La capital palestina es el bastión del Fatah, al poder en la Autoridad Palestina. Rival de Hamás, que gobierna en Gaza, Fatah es una fuerza política secular que los últimos años ha logrado elevar la calidad de vida de los cisjordanos. Tanto lo secular como la relativa prosperidad económica se hacen sentir en las calles: en infraestructura, en indumentaria, en consumo, en actitud sobre todo. Y también se hace sentir el peso histórico del movimiento: el escenario era adornado por una gran fotografía con dos personajes, Mahmud Abas y Yassir Arafat.
Cuando llegó la hora del discurso ya no cabía ni un alfiler, y si uno elevaba la mirada por encima de las cabezas, sólo veía el verde, rojo, blanco y negro de las miles de banderas palestinas agitarse. Más arriba, la gente se colgaba de techos y balcones, como racimos. El público seguía el discurso prestando atención a cada detalle. Con cada frase importante de Abbás, la multitud ovacionaba con aplausos, cánticos y silbidos. Después, la fiesta siguió unos minutos más, cuando figuras importantes del gobierno subieron al escenario, acompañados de líderes religiosos (sobre todo cristianos ortodoxos).
Los palestinos exteriorizaron una necesidad de celebrar, de alegrarse, de soñar con un Estado propio. Dadas las circunstancias políticas internacionales, es difícil que la iniciativa prospere tal cual ellos pretenden: el gobierno de Estados Unidos tiene derecho a veto en el Consejo de Seguridad de la ONU, donde se deliberará la solicitud palestina, y el presidente Barack Obama ya anunció que sus representantes harán uso de ese derecho a veto. Sin embargo, pueden observarse ya dos logros: primero, volver a poner el conflicto israelí-palestino en el tapete de los asuntos internacionales, luego que las miradas del mundo se dirigieran casi exclusivamente a la “primavera árabe” y a la crisis de las bolsas internacionales. Segundo, presión sobre Israel para intentar avanzar en el proceso de paz: en caso de que lo diplomático y lo político fracasen, se asoma la amenaza de una nueva ola de violencia, y hasta quizás una Tercera Intifada, de acuerdo a la experiencia del pasado. Finalmente, el propio Mahmud Abas sale fortalecido, luego de varios meses de ser considerado como un líder débil, con dificultades para mantenerse en el liderazgo ante la popularidad de Hamás.
Algunas horas antes de recoger esos frutos, mientras la plaza Arafat esperaba su discurso, un grupo de músicos animaba la previa, y ocurrió un accidente: se desprendió la pantalla gigante y cayó sobre uno de ellos. Plomos, artistas y policías corrieron para sostenerla, a la pantalla que transmitiría un mensaje de liberación nacional, de diplomacia, de paz; lograron que no cayera del todo, y hasta la repusieron del todo. ¿Qué pasará con esta iniciativa palestina? ¿Caerá? ¿Lograrán sostenerla? ¿Habrá Estado palestino? ¿Y qué pasará con el proceso de paz? ¿Lograrán levantarlo o volverá a caer? Las respuestas a estas preguntas dependerán mucho de lo que pase en la sede de la ONU las próximas semanas, y comenzarán a responderse este mismo lunes, con la primera sesión del Consejo de Seguridad.