Marcelo Estefanell

Mariana Mota

No soy de los que elogia a la justicia cuando falla a favor de una causa que considero justa y la denosta cuando lo hace en contra. No. Soy de los que cree en la independencia de los tres poderes del Estado como condición esencial para la vida de la República. No hay otra. Lograr eso y mantenerlo sin perder de vista que esto es obra de hombres y, por lo tanto, es relativo y perfectible. Y, por sobre todas las cosas, de no existir, puede llegar a ser un asunto de vida o muerte, sin duda alguna.

Actualizado: 19 de febrero de 2013 —  Por: Marcelo Estefanell

Pero también soy hincha de la jueza Mariana Mota, sí señor; y no solo por lo que hizo profesionalmente en las causas vinculadas al terrorismo de estado, sino a pesar de ellas mismas.

Confieso, además, que me resulta incómodo y un atrevimiento intelectual inaudito ponerme a opinar sobre las decisiones de la Suprema Corte de Justicia y, por extensión, también siento lo mismo frente a las resoluciones que tomó la jueza en cada expediente que le tocó en suerte. Solo puedo decir que sentí simpatía por sus decisiones cada vez que enjuició y procesó a esos personajes siniestros que forjaron y sostuvieron a la dictadura.

Pero más hincha de la doctora Mota me hice por culpa del Pepe Mujica. Me explico: a pocos meses de ejercer la máxima magistratura, nuestro presidente levantó —decreto mediante— todas las restricciones que tenían centenares de causas que gobiernos anteriores habían archivado gracias a la manida ley sobre la caducidad de la pretensión punitiva del Estado, más conocida como ley de impunidad. En consecuencia, tiempo después, fui citado al jugado penal de la calle Misiones como testigo de una de esas causas. Quien me citó era, precisamente, la jueza Mariana Mota. Mientras esperaba la audiencia pude contemplar detenidamente todo el juzgado, o casi todo. Mis ojos no daban crédito a lo que veían: paredes que pedían desde tiempo inmemoriales una mano de pintura, mamparas lúgubres e iluminación escasa y fría; rincones oscuros donde viejos archivadores de metal parecían dormir la paz de los justos… Sentado en una silla vieja y cansada esperé pacientemente mientras comparaba mi lugar de trabajo, por ejemplo, moderno, amplio y luminoso, con ese sitio donde se ejercía justicia. Me imaginé por un instante al último presidente constitucional devenido en dictador, Juan María Bordaberry, y a su canciller, Juan Carlos Blanco, esperando en ese mismo pasillo para salir procesados, luego de la audiencia, por delitos gravísimos vinculados a los asesinatos de Zelmar Michelini y de Héctor Gutiérrez Ruiz. Parecía increíble que esos personajes todo poderosos de antaño fueran juzgados luego de tanto tiempo y que, además, hubiesen pasado por esas oficinas tan pauperizadas por culpa de presupuestos magros, malas distribuciones administrativas o ambas cosas a la vez.

Luego, una vez frente a la jueza Mota en su despacho, parecieron resaltar las impresiones anteriores porque al mobiliario de su oficina, al espacio reducido, a la luz y a la apariencia algo lúgubre de todo el ambiente, se sumaba —y, en cierta medida, contrastaba— una mujer delgada, austera, de mirada inteligente y convencida de que aún con escasos recursos y pocos apoyos, con el viento en contra y las marejadas encima, igual valía la pena intentar hacer justicia.

Creo que recién entonces comencé a ser consciente de la tarea titánica de esta jueza y del momento histórico que estaba viviendo. Hasta esos instantes, la lucha por la verdad y por la justicia tenía un componente más de deseos que de posibilidad concreta, más de consigna que de expresión de una realidad tangible, aun teniendo en cuenta a todos los procesados y luego condenados que pasaron por ese recinto y tuvieron que responder por sus actos ante la justicia personificada, en primera instancia, por la jueza Mariana Mota.

Sí señor, lo reitero: soy hincha de la señora Mariana Mota y me preocupan estos señores que integran la Suprema Corte de Justicia, porque amparados en la jurisprudencia parecen algo timoratos (por no decir cobardes) al ocultar los motivos del traslado de lo penal a lo civil de la doctora Mota, convirtiendo lo que pudo ser un simple acto administrativo en un hecho político de dimensiones incalculables. ¿Es que no lo previeron? ¿No saben que el ocultamiento siempre genera sospechas y suspicacias y a los ciudadanos comunes solo nos dejan la especulación como herramienta?

No dejemos que una decisión desacertada de las máximas autoridades del poder Judicial nos hagan olvidar todo lo que ha progresado la justicia a través de jueces comprometidos con su tarea más allá, o más acá, de la persona admirable que fue —y es— la jueza Mariana Mota. Ya vendrán otros que tomarán la posta y progresarán en ese sentido por más obstáculos que surjan en el camino.

La senda está trazada. Y, a mi juicio, ésta no pasa por manifestaciones avasalladoras y consignas fáciles como la de “Qué se vayan todos”. No, señor. Más bien hay que imitar la paciencia, el estudio y el trabajo de hormiga de funcionarios públicos como la jueza Mariana Mota; y procurar ver claro, por otra parte, cómo conseguir un Poder Judicial más moderno, más descentralizado y más independiente de las vicisitudes políticas y de los conflictos presentes.



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