Guillermo Cotugno era un niño que, como cualquiera, se divertía pateando una pelotita en el barrio y los recreos de la escuela. Pero no era como el resto. Se acostaba temprano porque al otro día jugaba al baby fútbol y tenía una conducta que no podía llevar a un destino distinto al que tuvo: es jugador de la Selección Uruguaya de Fútbol y ya juega en Europa. Lo mejor es que solo estamos al comienzo de esta historia.
Cotugno tiene 20 años y lo conocimos personalmente en Rusia, donde juega y vive, acompañado de las dos mujeres de su vida (su mamá y su novia). Sonará repetitivo pero es verdad: detrás de un gran hombre hay dos grandes mujeres. En los días que compartimos con ellos entendimos un poco el otro lado de esta profesión que tantos hombres sueñan tener. Comprendimos que el idioma impone barreras complicadas y que el sueño de uno arrastra a otros dos, que están felices por transitiva pero son los que la luchan al costado de los flashes y se encargan de que el protagonista también tenga éxito afuera de la cancha, donde se juega lo más importante, la vida.
Guille nació en el barrio montevideano Cerrito de la Victoria y conoció a Kamila, su novia, en la escuela. Están juntos desde los 12 años y la principal testigo de su amor es Nancy, la mamá de Guille que los iba a buscar al colegio cada tarde para repartir a varios compañeros por sus casas. Además de amigos, ella subía a niños desconocidos si le parecía que necesitaban ayuda. La vida en el barrio pasaba entre partido y partido. “No es porque sea mi hijo, pero yo sabía que iba a llegar”, dijo Nancy y explicó: “Me decía ‘mamá, tengo que acostarme temprano porque mañana juego'”. Guille llegó a Danubio y jugó ahí toda su etapa en Uruguay, que no podía terminar mejor: campeón uruguayo gracias a que él embocó el último penal de la serie. También había espacio para ir a alentar a Goes, el equipo de básquetbol del que son fanáticos.
El Rubin Kazán, equipo ruso en el que juega hace casi un año, participa de la Europa League y fuimos a verlo en un partido al que llegaban relajados por una ventaja conseguida de visitantes, entonces lo miramos entre charlas. Ahí, Kami nos contó de sus estudios, de la idea de seguir aprendiendo a distancia en una universidad mexicana, para acompañar el sueño de su pareja sin renunciar al suyo. Habló de cómo la miran los habitantes locales por sus zapatos con plataformas que están de moda en Uruguay pero no en Rusia, de lo feliz que está por el sueño de Guille pero también de lo difícil que es estar lejos de la familia, con un idioma ajeno y una ciudad que en invierno ataca con crudeza.
Nancy nos trató como a sus hijos. ¿Cómo están?, ¿cómo se cuidan?, ¿cuándo vuelven?, ¿no les da miedo? y más preguntas que al escucharlas nos devolvieron al calor de una familia por unos días. Y lo mejor de todo, nos regaló un kilo de yerba que a esta altura del viaje equivale a un kilo de oro. Además, carcajadas a cada rato. Nos habló del corazón dividido entre sus dos hijos, separados por miles de kilómetros. Y se la veía feliz, porque todo marcha bien, porque en unos meses se vuelve a Uruguay.
Compartimos cenas y mates, charlas y chistes, volvimos a casa por unos días. Y se disfrutó muchísimo. Conocimos también a Artur, un funcionario del club que trabaja como traductor para las juveniles pero que se encariñó con ellos a tal punto que si los ayuda a pedir un taxi y la espera es muy larga, los pasa a buscar con su auto, pero no por trabajo sino “porque ustedes son mis amigos”, dice Artur, con un español perfecto y un acento bien extranjero.
Guille y su familia son más humanos que el resto y eso se nota. No lo dicen pero el resultado está a la vista; la gente del club los quiere y cuando tocó enfrentar a excompañeros, fueron varios los que se acercaron a saludarlos.
Al llegar a Kazán, también coincidimos con Mauri Lemos, reciente campeón Panamericano de fútbol con Uruguay. Vino con su mamá y su hermana y tiene la facilidad de que Guille se le adelantó y le explica mucho de lo que no sabía cuando aterrizó en Rusia hace un tiempo. Mauri le dice “profe” porque sabe algo de ruso y a los dos les viene bárbaro tener un compañero uruguayo en el club donde ahora juegan.
Mauri podría estar muy lejos de donde hoy está. Hizo fútbol toda la vida pero un año en que los estudios no funcionaron decidió arrancar para el trabajo. Por esos días, una prima cumplía años en Montevideo y el viajó desde su Rivera natal para el festejo. Casi no va porque su padre estaba enojado con él por las notas del liceo pero finalmente viajó. Allá en Montevideo vivía su hermano, también futbolista, que lo invitó a ir a ver su práctica a la mañana siguiente. Mientras observaba, un técnico lo invitó a probarse. Después le pidió que se quedara una semana, después otra y después para siempre. Llegó el debut en primera, la Selección y el pase a Rusia, todo de una, y Mauri recibe estos regalos de dios con una sonrisa enorme, bien de pibe.
Viajar es, también, tener por un momento las vidas que no tuvimos. Y si hay una que siempre soñamos tener (antes siquiera de haber pisado un aeropuerto) es la de futbolista. Por eso, los días con ellos fueron fantásticos y esperamos que no sean los únicos. Nosotros queremos volver a Rusia para el Mundial de 2018 y nos tenemos una fe ciega para que ellos estén jugando por Uruguay, ahí mismo.
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