Roger Waters hipnotizó al Centenario con su mensaje contra el sistema

El Centenario estuvo en trance y nunca sonó mejor. Roger Waters no se presentó en concierto, sino que puso en escena una máquina aceitada de exhibición audiovisual, una orquesta en la que cada miembro es el solista destacado, el espectáculo total. El exPink Floyd llevó a Montevideo a un viaje a través de sus ideas políticas y conflictos internos por medio de sus éxitos icónicos acompañados por sus temas más recientes.

Actualizado: 04 de noviembre de 2018 —  Por: Felipe Miguel

Roger Waters hipnotizó al Centenario con su mensaje contra el sistema

(Foto de archivo) (Mauro Pimentel / AFP) (Todos los derechos reservados)

¿Cuánto tiempo viven los gritos en un estadio? ¿Cuándo olvidará el cemento del Centenario las melodías que sonaron el sábado? Se podría aventurar que en el futuro no se podrá ingresar a las tribunas sin escuchar el eco de los gritos, las campanadas, las sirenas, algún riff perdido y el “¡leave the kids alone!”.

A un estadio que vivió una final de Copa del Mundo y agobiantes climas de Copa Libertadores le tocó hospedar algo diferente. El público que llenó las tribunas y el campo para ver a Roger Waters vivió una noche en estado hipnótico, un trance sensorial pleno. La minuciosidad de los detalles del show hizo que fuera irrelevante si el espectador era el fan número uno del exbajista y vocalista de la legendaria Pink Floyd o solo alguien que se arrimó por curiosidad a la fama que le preceden a sus presentaciones en vivo.

Cumpliendo el cliché de la puntualidad inglesa, a las 21:00 del sábado se encendió la inmensa pantalla detrás del escenario, mostrando un video de una mujer de espaldas al público, sentada sola en la arena de una calma playa desierta. La escena se mantuvo por más de diez minutos, creando incertidumbre y ansiedad al mejor estilo de la banda nacida en los 60 en Londres. En la que sería apenas la primera sorpresa, de forma repentina, el cielo gris del paisaje se tornó sangriento, la música tuvo un giro y la banda liderada por Waters comenzó su repertorio de la misma forma que lo hace el archiconocido álbum “The dark side of the moon” con la obertura “Speak to me” seguida de “Breathe”.

Enseguida, Waters lanzó su primera bomba, “Time”, y el timbrazo de los relojes resonando de forma envolvente desde cada rincón del estadio demostró que la calidad del sonido iba a ser algo nunca experimentado por aquí. Otro punto alto fueron las coristas Jess Wolfe y Holly Laessig, que brillaron de tal forma en su dueto de agudísimos alaridos en “The great gig in the sky”, que en ese momento un avión sobrevoló el Parque Batlle para no perdérselo.

Mientras el músico -vestido de negro de pies a cabeza, como es habitual- avanzaba en la lista de canciones, las singulares imágenes que le cuidaban la espalda variaban de un tono caótico a lo reflexivo, pasando por fuertes etapas psicodélicas, dibujos de estilo muy similar a los de la película “The wall”, y proyecciones de ciudades desde el cielo que podrían asociarse a lo onírico.

Tras algunas canciones más nuevas, el cierre del primer tiempo fue con dos de sus principales temas: “Wish you were here” y la tríada centrada en “Another brick on the wall (pt. 2)”. La memorable balada del disco homónimo de 1975 fue la primera canción que generó que se prendieran de forma masiva las pantallas de los celulares para captarlo, así como la primera gran ovación cuando sonó el último acorde. Luego, el mayor himno de Pink Floyd sonó con una brutal potencia in crescendo, incitada por la aparición repentina de niños del coro Giraluna encapuchados y vestidos con trajes naranjas de presidiarios. El “¡Hey teachers!” los vio gritar a cara descubierta y con puño en alto, despertando la aclamación del público, que se vio acrecentada cuando se quitaron los atuendos y mostraron remeras con la palabra “Resist”.

Tras ello vino un corte de 20 minutos en el que la pantalla sugirió a quiénes había que plantarle resistencia y donde comenzó el cambio de tono del show. En ese espacio recibieron los golpes de Waters, entre otros, el fundador de Facebook, Mark Zuckerberg; Benjamin Netanyahu, primer ministro israelí; o Nikki Haley, embajadora de EE.UU. ante la ONU. También llamó a resistir el antisemitismo, la oligarquía global, la esclavitud, la contaminación o la alianza entre el Estado y la iglesia.

El regreso del corte fue a lo grande, con la materialización de la nada de la Battersea Power Station -icónica fábrica londinense que aparece en la portada del disco “Animals”-, con su fachada de ladrillos mostrada sobre la inmensa pantalla y las cuatro chimeneas encendidas saliendo desde atrás de la misma. Era una metáfora de lo que se venía: Roger Waters empezó a demostrar su furia, a echar humo. Primero, se colocó una máscara de cerdo y mostró un cartel que decía: “Pigs rule the world” (Los cerdos dominan el mundo), para enseguida levantar otro que se auto respondía, “¡Fuck the pigs!” (A la mierda los cerdos).

Una tras otra, “Dogs”, “Pigs (Three different ones)”, “Money” y “Us and them” se lanzaron como dardos, despotricando contra los poderosos, la corrupción, la acumulación de capital, la violencia innecesaria de la guerra y, especialmente, contra Donald Trump, blanco favorito de Waters durante la noche. Una nueva sorpresa fue la aparición de Algie, el popular cerdo inflable gigante, que en Uruguay portó la leyenda: “sean humanos”. El puerco se paseó sobre el público y murió en el centro del campo, desmembrado por la multitud, mientras la pantalla mostraba una serie de frases infames del presidente estadounidense.

Pero Waters se guardó algunas perlas más para el último tercio del show. Apareció colgado de las manos como un rehén en “Smell the roses”; representó de forma gigante la tapa del “The dark side of the moon” durante “Brain damage” con luces y lásers; y se colocó una remera de Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos, provocando los aplausos del estadio.

El cierre fue con “Two suns in the sunset”, un tema apocalíptico que, aunque no tiene grandes espectacularidades, lleva grabado el estilo de Pink Floyd; y el final con el clásico, “Comfortably numb”, cantado en todas las tribunas y coronado por fuegos artificiales que escaparon de las chimeneas.

Roger Waters anotó su nombre en la lista de shows de los que se hablará por años en el país. Incluso, para muchos, lo hizo colocándose en el primer lugar del ranking, por lo inigualable del despliegue de su producción.

La mujer de la playa regresó a la pantalla, pero esta vez, una pequeña niña llegó corriendo a sus brazos. Con la elección de esta clausura, Waters demostró que a pesar de su visión ultra crítica de los modelos políticos y económicos que reinan en la sociedad actual y de los crudos mensajes que pregonan algunas de sus letras, en el fondo se mantiene optimista de que el mundo de sus sueños aun es posible.