VILLAZÓN
Hay dos maneras de tirarse al agua fría: irse metiendo de a poco, primero los pies, después las rodillas, aclimatarse y por fin zambullirse o, por el contrario, correr hacia el agua como si no hubiera mañana y darse un chapuzón inmediato.
Después de recorrer por un mes el norte argentino pensé que mi llegada a Bolivia se estaba dando de la primera manera, sin embargo al cruzar la frontera y llegar a Villazón, el Chuy boliviano, descubrí cuan errado estaba: es como si Evo y el Diablo Etcheverry me hubiesen levantado de mi silla playera y me tiraran sin preámbulos a la parte más agitada de la costa boliviana.
Villazón es un espacio pensado para ser feliz por una hora: como un fútbol 5, como un psicólogo, como una prostituta.
En una hora uno puede recorrer la ciudad entera, aprovechar el cambio favorable y abandonarla cargado de ropa, artesanías, cámaras digitales, devedés y hojas de coca.
Sin embargo, ya que el Wara Wara salía al otro día, tuve que pasar la noche y la prolongación fue cruel: como jugar un fútbol 5 durante 24 horas sin pausa, como si el psicólogo nos analizara a lo largo del día y no dejara de tomar notas mientras vamos a la cocina y hacemos un café con más paranoia que azúcar, como si al chango se le ocurriera acompañarnos a nuestra casa y tuviéramos que presentársela a nuestra familia y en el cumpleaños del abuelo se quisiera levantar al abuelo.
Villazón es poco menos que intransitable, con un hormigueo constante de micromercaderes, pregoneros de compañías de buses para el resto del país, casas de cambios turbias, turistas argentinos que coronan su viaje por el norte dándose una panzada de artesanías que permitan presumir ante los demás que estuvieron en Bolivia, policías, taxis, cholitas, proveedores, carritos callejeros, algún restorán y decenas de puestos de comida.
Para matar el tiempo y mi hígado no hice más que picotear entremeses en los puestos callejeros. Así descubrí que las salteñitas son unas empanadas bolivianas que tienen menos que ver con las salteñas que con las bombitas de agua: apenas uno le hinca el diente la empanada estalla desatando una inundación de caldo caliente que ofendió por igual a mis labios y a mi camisa blanca. Esta empanada, que puede ser de carne o pollo, tiene además la característica de ser agridulce, en base a una masa de maíz. Pero sobre todo resalta por algo que sólo está presente en la de carne: la falta de códigos, la traición, la mala leche. Uno al morder una empanada hace un pacto de no agresión con el cocinero: yo confío ciegamente en lo que hay adentro pero vos me ofrecés ciertas garantías, y eso se quiebra en la salteñita por la presencia sediciosa de la aceituna negra con carozo.
Pocas personas pregonan el relativismo gastronómico como yo, pero hay derechos y obligaciones universales, manifestadas en la Convención de Gin en 1948: “Se establece el desarme total de las empanadas, de manera que todo gobierno estará obligado a bregar por la desaparición de su interior de todo tipo de hueso, carozo o mina antipersonal”.
Lamenté profundamente la falta de un consulado uruguayo o español en Villazón, porque estaba dispuesto a pedir asilo gastronómico.
ORURO
El viaje de 15 horas en el Wara Wara del Sur templó mis ánimos: el suave chirriar del tren sobre las vías, la constancia del paisaje montañoso que se develaba ante mis ojos cansados, el calor del vagón popular en el que compartía asiento con 5 cholitas generosas en colores y caderas, las paradas en estaciones que daban pie a viejitas y niños que subían a vender empanadas, quesillos, tamales y humintas envueltas en pequeñas bolsas de plástico y la suave, armoniosa forma en que la gente, después de comer, las tiraba por la ventana del tren me hicieron olvidar el momento agridulce que me hicieron pasar las salteñitas.
El tren llegó en la tardecita a la estación de Oruro y a las pocas cuadras me di cuenta de que el peor enemigo de esta ciudad es el calendario: el carnaval de Oruro es la fiesta mayor de Bolivia, una explosión de colores, música, alcohol, comida y promiscuidad. El problema es que el carnaval dura poco más de una semana y el año 365 días, o sea que hay alrededor de 355 días en que Oruro se quita la máscara y se convierta en una ciudad gris, densa y vaciada cuyas afueras no desentonan con las de Sarajevo al final de la guerra de los balcanes.
Y yo llegué un mes tarde al carnaval.
La opción entonces era recobrar fuerzas esa noche y tomarme los vientos rumbo a La Paz.
Después de recorrer un par de cuadras apareció frente a mí, como una epifanía, el Hotel Miami.
Apenas ingresé fui atendido por Erwin y Dennis, dos chicos muy atentos. Y cuando digo chicos tómenlo al pie de la letra, porque Erwin tiene 10 años y Dennis 8.
Imaginen mi alegría al descubrir la vitalidad de estos locos bajitos que a diferencia de los playstationizados y planceibalizados niños uruguayos trabajan doble turno atendiendo, cobrando y limpiando las habitaciones.
Ahora bien, si a dos chicos se les deja a cargo una casa sin una madre que los obligue a limpiar su cuarto ni el resto de las habitaciones, ésta a las pocas semanas se va a venir abajo. Imagínense lo que pasa con un hotel: las escaleras y los pasillos podían tranquilamente estar en el Tren Fantasma, las manchas en las paredes en la cara del Toto Da Silveira, y la tierra de las habitaciones en la América precolombina (es más, era probable que si me fijaba debajo de la cama hubiera algún pedazo de Tupac Amaru).
Por otra parte creo que hubiese sido más atinado ponerle al Hotel “Las Vegas” que “Miami”, ya que el azar jugaba un rol importante: pedí una habitación con baño privado y Erwin me llevó a la 66 mientras Dennis cargaba mi equipaje.
La 66 era una habitación con cama matrimonial, TV Cable y más polvo que en el Lejano Oeste. La tomé sin dudarlo, pero al acercarme al baño descubrí que donde debería estar la ducha había un agujero con una decena de cables multicolores sueltos, como estirando los brazos para escapar del encierro.
Se lo señalé a Erwin, quien me respondió: “Ah, ¿el señor quería baño con ducha? No hay problema vamos a la 64”. Dennis nos seguía con las tres maletas.
En la 64 el panorama era idéntico pero la diferencia era un simpático Chuveiro que en el momento en que lo encendí comenzó a lanzar un delgado hilo de agua al suelo y una frondosa nube de chispas hacia el techo, en algo que hubiese sido un espectáculo hermoso si no fuera consciente de las grandes chances de morir electrocutado en tierras orureñas.
Erwin apagó con oficio el Chuveiro y me llevó a las 61. Le di un coscorrón amistoso a Dennis que hacía malabares con mi equipaje para encontrar la manera de llevarlo.
Habitación similar, Chuveiro sin chispas, pero cero agua caliente. “¿Ah, el señor también quería agua caliente? Haberlo dicho antes, gringuito. Vamos a la 67”.
Y ésa fue mi habitación.
Les di un caramelo de miel y guaco a ambos, acomodé las cosas, me di un baño minimalista bajo el chuveiro, me eché a dormir y desperté a la mañana siguiente listo para abordar el bus que me dejaría en La Paz, donde mi paladar se establecerá por un par de semanas.
Salut!
Pascual Aguirre Dumont
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