A finales de los años 50 surgió la segunda generación de cineastas independientes de Estados Unidos. Gracias al desarrollo de nuevas tecnologías, como las cámaras de 16mm y el sistema de grabación Nagra, los realizadores que trabajaron en el período que va de 1957 a 1979 lograron reducir costos, y su trabajo no se vio limitada por el peso y el tamaño de los equipos. John Cassavetes, Barbara Loden, Shirley Clarke, Elaine May, Robert Krammer, Mark Rappaport y Paul Morrisey son quienes integraron la mítica segunda camada indie. A pesar de las marcadas diferencias que existían entre ese grupo de realizadores, los hermanaba el rechazo de los valores y las formas de producción de Hollywood.
Además de pertenecer a la polémica categoría de “cineasta independiente”, es decir, a la góndola de artistas que son responsables de los contenidos y de la forma final que tienen sus obras, John Cassavetes era un director moderno. Pero no en el sentido vulgar; Cassavetes militaba, sin planteárselo teóricamente, en un paradigma fílmico que reacciona contra las normas del cine clásico. A él le importaba lo real, ser honesto, y creía que toda película era “un mapa para atravesar terrenos emocionales e intelectuales que proveen una solución para evitarnos dolor”.
Cassavetes por Cassavetes parte, como es de esperar, de los comienzos de la vida del griego-estadounidense que se enamoró de Gena Rowlands para articularse o enredarse, capítulo a capítulo, en torno a un film o a una dupla de proyectos cinematográficos. El acierto del trabajo de Carney está en cómo edita las palabras del propio Cassavetes para tejer la historia del creador de Minnie and Moskowitz.
John Cassavetes se consideraba “un realizador amateur y un actor profesional”. Él hacía películas con la ayuda de sus amigos y su familia. Cada film era consecuencia directa de pedir préstamos, rogar o, hasta en algunas ocasiones, de robar. En el rodaje de un largo de Cassavetes todas las personas hacían lo que fuera necesario para llevar adelante el proyecto; muchas veces los actores pintaban escenografías, se encargaban del sonido y de la iluminación o de cocinar para todo el equipo. La relación de soporte mutuo de la familia remplazaba a la burocracia como modelo de interacción y la cooperación sustituía a la competición. Para Cassavetes y su equipo, disfrutar del proceso era más importante que preocuparse por la viabilidad financiera de una película. Según el autor de Faces la única forma de hacer un film “es teniendo una básica falta de respeto por el dinero”.
A pesar de creer que no hay arte real en Estados Unidos salvo los negocios. John Cassavetes era un artista (“no sos un artista hasta que descubrís que los sos, ¿sabes? Hasta que no puedes vivir de otro modo. Tratas todo, y cuando no puedes hacer nada más, te conviertes en artista. Es la última opción en la lista de cualquiera. La última salida”), era un cineasta que fantaseaba con hacer películas como las de Frank Capra y que, además, admiraba a los realizadores neorrealistas porque no le tenían miedo a la realidad. Justamente por eso es que también sentía profundo respeto por Godard, el primer Bergman, Kurosawa y “el segundo mejor director pegado a Capra, Carl Dreyer”.
Quien busque el retrato perfecto podrá combinar Cassavetes por Cassavetes con el documental sobre John Cassavetes de la colección que dirige André Labarthe: Cinéaste de notre temps.
Un deseo de despedida: que el libro de Ray Carney sirva de carnada para una filmografía extrema y maravillosa que no sólo vale por sí misma, sino que, como virtud extra permite gozar aún más del trabajo de otros directores. Posiblemente, sin haber visto Shadows, Faces, Husbands, Opening Night o The Killing of a Chinese Bookie, no se pueda disfrutar en profundidad de gran parte del trabajo de Martin Scorsese, Jim Jarmusch, Vincent Gallo y de Todo sobre mi Madre de Pedro Almodóvar.
Cassavetes por Cassavetes
Editorial Anagrama
616 Páginas