Denise Mota

Repudio público, silencio privado

Desde muy chica, me di cuenta de que el mundo estaba arreglado para los que no ostentaban el color de piel ni la textura de pelo que tenía yo. Como hija de un empleado negro que –gracias a la movilidad social brasileña, que es tortuosa pero existe— logró llegar a un puesto respetable en una multinacional sueca, crecí rodeada de gente que, a veces, terminaba teniendo que acostumbrarse con aquella familia de negros “colados” en un territorio de bien nacidos porque no había otra. El racismo fue en casa un tema palpable, miles de veces conversado y peleado en las grandes y las chiquitas.

Actualizado: 26 de diciembre de 2012 —  Por: Denise Mota

El caso de Tania Ramírez parece levantar para Uruguay (digo “parece” porque creo firmemente en la autodeterminación de los pueblos y no hace falta alguien de afuera para decir cómo o qué un país debe o no hacer con relación a su gente) el velo de una discusión hace mucho postergada. Es como si la familia ahora se sentara a la mesa para hablar, a la hora de la cena y con la tele apagada, sobre un tabú que se temía tocar. No sólo hablar acerca del mito de la igualdad –sobre el que ahora ya reposan cenizas frías— sino respecto a cómo cada uno de nosotros actúa frente a situaciones en que no se puede mirar para el otro lado. El “no tengo nada que ver” ya no es una solución. Es parte del problema.

Ahí está. Uruguay no es ni tolerante ni cosmopolita –al menos no como podría serlo, profunda y auténticamente. Es, como cualquier sociedad del mundo, un amalgama de conflictos sobrepuestos, ahogados muchas veces en discusiones estériles (por ejemplo, la de ocuparse tanto en defender lo del “afro-algo”, y rechazar lo del “negro” –como si esta palabra en si tuviera de hecho el carácter negativo que se le adjudica) o conceptos ingenuos, como el de defender que la discriminación es puramente social y para nada racial.

En la humilde opinión de una negra que ha vivido y visto demostraciones racistas de distintas magnitudes (Brasil, claro, no es ningún paraíso y tiene un vasto caudal de casos en el rubro), educación lato sensu es la palabra clave. Educación para el “otro”, para lo que es “diferente”, pero por encima de todo educación de la mirada y de la experiencia social, para que Rubén Rada, Edgardo Ortuño, Déborah Rodríguez y otros pocos destacados negros de la sociedad uruguaya pasen a ser parte de la norma, para que estén realmente integrados en el paisaje de referentes y no conformen una venerable excepción.

¿Dónde está la top model negra uruguaya? ¿El conductor de tele negro uruguayo? ¿Dónde está el gran empresario negro, la gran pensadora, jueza, economista, diseñador negro uruguayo? ¿El restaurante afro de moda? ¿La tienda black que marca tendencia? ¿No existen o simplemente no hay “cupos” para estas modalidades? No se trata de defender el “orgullo” negro. Nadie tiene que tener orgullo de ser blanco, o chino, o flaco, o gordo, u hetero, u homo. O judío, o negro. Se trata de pelear por llegar a poder ser tranquilamente lo que se es y tener garantizadas las condiciones de desarrollarse plenamente, sabiendo que hay espacios excelentes para los excelentes, sean verdes, rosados, o azules con pelotitas amarillas. Punto.

¿Cuántas veces tenemos el repudio público en la punta de la lengua pero no nos horroriza demasiado, en la diaria, percibir por ejemplo que en un boliche glam o en un barrio caro (o en donde sea que la “belleza” y el status sean una moneda corriente tan importante como las que supuestamente abundan en la billetera), la única negra “esperable” es la que limpia? ¿Cuántos de nosotros ya nos detuvimos para pensar si vale la pena seguir repitiendo a lo largo de décadas y décadas, después de un día agotador, haber “trabajado como negro chico”? Etcétera.

Obviamente toda la enorme mayoría de la sociedad (creo, espero) está a la espera de una Justicia correcta, precisa, rápida e implacable. Nada más y nada menos. Pero, más que punir, hace falta educar. El ensordecedor silencio de los que presenciaron la golpiza de Tania refleja una apatía y complicidad atemorizantes, y conforma un trauma social del que estaría bueno salir con una consciencia transformadora, que se puede gestar colectivamente pero que, obligatoriamente, debe nacer de lo individual.

Tania Ramírez es fuerte y peleadora, en el mejor sentido del término, y ya estará en condiciones de retomar su vida y proyectos. Vivirá para contarla. Pero al fantasma de la discriminación –este que asomaba cada tanto y que era discreta y rápidamente alejado con un soplido de “acá no pasa esto”— habría que encararlo en serio y de una buena vez, abatirlo cotidianamente, en grandes y pequeños gestos concretos, por parte de todos, con tal de que el país de primera de hecho lo sea, para todos.



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