La designación de la FAO del 2008 como Año Internacional de la Papa homenajea a una de los cultivos más importantes del mundo (el cuarto y el único no cereal junto al trigo, el arroz y el maíz) y recuerda una de las biografías más apasionantes en la historia universal de la alimentación. Hasta existe una polémica de tipo gardeliana sobre la nacionalidad que debería declarar su pasaporte. Una muy aceptada teoría genética postula que la papa fue domesticada hace unos 8.000 años al norte del lago Titicaca, en actual territorio peruano. Otros estudios sostienen que 99% de las papas actuales contienen ADN que las vincula a las nativas de Chiloé, la cuna que reivindican los chilenos. Ambos países se disputan también ser el centro emisor de la papa que llegó a Europa.
Como sea, cuando la papa alcanzó el Viejo Continente no sólo no fue despreciada; infundió toda clase de temores. No estaba mencionada en la Biblia, crecía bajo tierra y los botánicos advirtieron rápidamente su filiación al grupo de las solanáceas. Los europeos conocían a miembros venenosos de esta familia como el beleño, la belladona y la mandrágora, una raíz alucinógena que se da que en las riberas umbrosas, de amplio uso ritual entre los brujos medievales. La papa fue acusada de ser una creación siniestra, causar lepra, escrófula y sífilis. Dado que se reproduce por germinación y no por polinización, también se la incriminó de masturbación. La Sagrada Inquisición la llevo a juicio y la condenó a la hoguera. No sospechaban que retirada a tiempo y untada con oliva o manteca es un manjar sutil que hubiera rendido hasta al mismísimo sumo pontífice ante su tocayo vegetal.
Por entonces, los europeos y los americanos tenían una percepción muy diferente de la papa. Mientras los primeros la consideraban venenosa (algo parcialmente cierto: sus hojas son nocivas y su bulbo indigesto, si se come crudo), los andinos la vinculaban con la cabeza y los testículos: si cosechaban un ejemplar bicéfalo, lo suspendían sobre el huerto en señal de fertilidad.
Hubieron de pasar siglos antes de que las papas fueran aceptadas en Europa. Los primeros en comerlas habrían sido los pacientes de un hospital para indigentes de Sevilla, que vieron fortalecida su salud gracias a un alimento rico en vitamina C y hasta con algo de proteínas. Exentas del tributo del diezmo, las papas prosperaron en los huertos familiares que aliviaban el hambre de los pobres hasta el siglo XVII, cuando la Santa Iglesia exigió que también los cultivos del Nuevo Mundo tributaran a sus arcas.
El principal difusor de las bondades y beneficios de la papa, fue Antonie Parmentier quien ideó una muy famosa estrategia publicitaria que consistió en cultivar lo campos reales de París y hacerlos patrullar por la guardia de Luis XVI. Por la noche, deliberadamente se bajaba la guardia para que los campesinos entraran a robar el fruto que con tanto celo custodiaba el rey. A mediados del siglo XIX la papa ya era uno de los principales sustentos de Europa, en particular en las zonas frías, donde el cultivo, originario de las altas laderas andinas, encontró un clima similar al de su tierra natal. La papa estuvo en la base de la explosión demográfica europea (ante la alta tasa de natalidad de irlandeses, los ingleses le atribuían propiedades afrodisíacas) y también, ante su ausencia, en la de los movimientos migratorios del siglo XIX.
LA LENGUA SABE, LA LENGUA DICE.
El País Vasco fue la primera región de España en cultivar papas, antes de que el rey Carlos III, en el siglo XVII, alentara su cultivo por todo el país. El español peninsular designa erróneamente a la papa, voz de origen quechua, como patata, palabra que resulta de unir papa y batata. Uno de los grandes poetas andinos hizo la denuncia por escrito. “Papa, te llamas papa y no patata, no naciste castellana: eres oscura como nuestra piel, somos americanos, papa, somos indios”, dice Neruda en sus Odas Elementales.
Sin embargo, el principal papel que habría de tener en la culinaria española le marcaría a la papa, al menos en el contexto gastronómico rioplatense, un fuerte acento castizo. A través de Hudson o Larrañaga, sabemos que la papa casi no participó en la dieta criolla durante buena parte del siglo XIX, cuando era el reinado del zapallo, otro cultígeno nativo. Esto cambia hacia 1870, ante el impacto que el flujo migratorio tuvo en las costumbres locales. Así como el maíz y el tomate, la papa ingresó al estómago de los rioplateses como ingrediente base de platos de origen europeo. La tortilla española y los ñoquis italianos son los principales ejemplos para el caso del tubérculo.
El estatus y el significado que la papa tiene en la gramática culinaria criolla, se refleja a su vez en el habla cotidiana de una cultura carnívora.
La papa suele ser percibida por los uruguayos como algo sencillo, básico, contundente y nutritivo, pero siempre de escaso prestigio. La expresión “es una papa” se utiliza para aludir a algo simple y facilón. “Dar la papa” tiene una doble o triple vertiente de alimentar (papa se le llama a toda comida de bebé), vapulear (muy utilizado como baboseada deportiva) y en un sentido más amplio estimular (cuando se hace referencia a la droga). El simpático desplante ya arcaico de “andá a pelar papas” se relaciona a un tipo de tarea culinaria, y por lo tanto a una comida no especializada.
En su tiempo la mismísima Eva Perón redactó un recetario con decenas de maneras de preparar papas para que los argentinos disminuyeran su extremo consumo de carne. Y aunque la papa al plomo se ha ganado un lugar en las parrillas y, fritas o en puré, son escolta casi invariable de milanesas, churrascos, chivitos o hamburguesas, de las miles de variedades existentes, los uruguayos consumen apenas tres o cuatro clases. Pese a la alta frecuencia que tiene en dieta local, a diferencia de los andinos los uruguayos no tienen una idea demasiado sofisticada sobre las múltiples características que debe tener una papa.
En la actual exaltación que la FAO hace de la papa se puede suponer también que existen consideraciones nada ingenuas sobre las virtudes añadidas del tubérculo. Es un cultivo de altísimo rendimiento sin agredir el suelo, no demanda equipo más oneroso que una pala o un palo, se adapta con enorme flexibilidad a la cocina doméstica y a las demandas de la industria de los alimentos precocidos y, muy importante, no se encuentra en el centro de los cultivos para la producción de biocombustibles.