En Uruguay Halloween crece, pero todavía no deja de ser vista como algo frívolo, consumista, extranjerizante y hasta pituco (el pupilaje privado, en particular en los colegios ingleses, ha sido su clientela base). En la desconfianza de ciertos sectores sociales no se descarta cierto rencor: mientras los niños actuales se divierten garroneando caramelos disfrazados de demonios, los de antes, por esas mismas fechas, acompañaban a sus mayores en muy solemne procesión al cementerio.
De origen pagano, Halloween es una celebración de raíz celta, una cultura agraria que dividía el año según un calendario lunar. El último día de octubre daba inicio a los oscuros meses de frío. Con el objetivo de reavivar al sol del invierno, tributaban ofrendas y encendían hogueras sagradas, de las que tomaban las brasas con las que encendían la lumbre del nuevo año en cada hogar. El rescoldo se transportaba en nabos ahuecados para tal fin.
Pese a la cristianización, que encubrió la fiesta de Samhain por el latino Día de todos los muertos, la tradición se perpetuó. A mediados del siglo XIX, una pandemia pudrió la cosecha de papas, un cultivo transferido desde América que ya era sustento de buena parte de Europa, por lo que miles de irlandeses se vieron obligados a emigrar a Estados Unidos. En el Nuevo Mundo, los colonos incorporaron a su dieta alimentos nativos, como el maíz y la calabaza. En este nuevo contexto, comenzaron a usarse las calabazas para depositar el fuego sagrado y Halloween se resignificó en sus íconos y colores: el negro alude a la noche y el naranja al recipiente vegetal.
En el continente americano la calabaza hacía por los menos cinco mil años que era cultivada por las poblaciones nativas y era uno de los vértices de la tríada dietética mesoamericana formada también por el maíz y los frijoles. La primera, que además servía como recipiente (uso vigente en nuestro mate), aportaba vitaminas y minerales, el segundo carbohidratos y, los terceros, proteínas. Sin embargo, el actual uso simbólico de un alimento –la calabaza en Estados Unidos- ha suprimido casi por completo su precioso valor nutricional. El 90% de las calabazas que se cosecha Massachussetes Farmers se recortan para hacer en linternas de Halloween (y descartadas luego de la fiesta).
Una vuelta de tuerca estrictamente botánica, involucra a Uruguay con Halloween. Salvo curcubitáceas como la sandía, el melón o los pepinos, originarias del Viejo Mundo, son las especies nativas de América la que han tenido decisiva influencia económica y cultural en todo el mundo. Aceptando que una de las características de esta familia es su alta capacidad de hibridación, las calabazas de Halloween pertenecen o están directamente relacionadas con la especie Curcubita maxima, un cultivo de gran importancia en la actualidad y muy influyente en la antigüedad del Viejo Mundo, donde se usó al menos desde el siglo XVIII.
Su amplio acervo genético la convierte en la más diversa del género, con cultivares de múltiples formas, tamaños, colores, sabores y texturas. Para los botánicos es asombroso que semejante diversidad parta de un ancestro silvestre, sencillo y homogéneo, la Curcúbita andreana, una especie endémica de Uruguay y Argentina. Reivindicarnos como la cuna de las calabazas de Halloween sería una zapallada divertida y torva, y nos obligaría a renunciar por ejemplo a yantares criollos como el asado y la torta frita, cuya preparación dependen de especies transferidas del Viejo Mundo. Mejor recordar que ya en el valiosísimo Viaje de Montevideo a Paysandú, el perspicaz Dámaso Antonio Larrañaga refiere, como muchos documentos dieciochescos, al “comer del país”. Allí hay un pasaje revelador: “la cena fue abundante y sazonada al estilo del país, en todo entra el zapallo”. En ese entonces el zapallo era mucho más frecuente que el pan, un producto raramente presente en la campaña oriental hacia 1815.
La tradición criolla rioplatense también cala zapallos, pero no para esculpir una calavera ornamental, sino para presentar un plato criollo emblemático que sin embargo cada vez se come menos en Uruguay, aunque sobre vive mejor en Argentina: la carbonada. De discutido origen, parece ser una transformación importante del puchero con quien comparte carnes y vegetales pero del que lo distancia drásticamente el ingreso de manzanas, duraznos, peras, y modernamente orejones y pasas de uva. Sobre los orígenes se han recogido dos teorías: que es un plato originalmente belga y adaptado al Río de la Plata, y que es un plato de larga tradición en el norte argentino, vista en su tiempo como propia de las clases pudientes de Salta (que podían pagar las frutas importadas). El lujo combina lo dulce y lo salado, práctica reñida con el discurso culinario hegemónico rioplatense, lo que quizá incidió en que pese al prestigio del pato no esté entre la preferencia de los uruguayos.
Aunque ha perdido mucho terreno a manos de sus tiernos primos calabacines, el zapallo sobrevive en el habla y la cocina de los habitantes de su tierra de origen. Además de en el insulto gentil, está presente en purés –muy destinados a enfermos y bebés- sopas, pucheros, dulces y hasta en la parrilla, práctica que ya describía Larrañaga y que un siglo después la nueva parrilla sana ha retomado. Y ahora también en Halloween.