Sueños de libertad

Fabián Chiesa fue sobreseído. El joven que fue detenido por un policía y luego identificado como autor de un hurto con arma de fuego está libre y feliz. Él y su familia cuentan a 180 la lucha para demostrar su inocencia y repasan cinco meses en los que se mezclaron angustia, desesperación, esperanza e ilusión.

Actualizado: 23 de setiembre de 2009 —  Por: Diego Muñoz

Sueños de libertad

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La modesta casa de los Chiesa queda en el barrio Municipal. Ahí está de nuevo Fabián, después de la pesadilla. “Fue una película”, le cuenta a 180 mientras su papá Raúl prepara un chorizo picado y sirve un refresco de limón. En la puerta se está desarmando la feria y la gente de los puestos le grita a Fabián, que, tímido, saluda.

Frente a la casa una pared pintada recuerda los meses vividos. “Fabián es inocente, fuerza Fabi” dice y la firman “tus vecinos”. Todavía no puede creer que esté libre. “Así como al principio no creía estar allá, ahora no puedo creer estar acá. ¿Sabés lo peor? Que al final te acostumbrás. Al final la mente se te acostumbra inconcientemente a estar ahí, aunque vos no quieras. Te acostumbrás a otra forma de vida. Cuando me procesaron no lo podía creer, porque yo caminaba bien en la vida. Me portaba bien. Pero cuando empezaron a pasar los días, las semanas, los meses te acostumbrás a lo que hay”. A su hermana Laura se le llenan los ojos de lágrimas cada vez que lo escucha hablar.

Fabián fue detenido el 6 de abril cuando varios policías se llevaron a un grupo de amigos que estaban en la plaza ubicada en Los Ángeles y Parahiba. Los llevaron a la Seccional 17 y los metieron en un calabozo. “Yo al principio no tenía miedo porque sabía que no había hecho nada. Estaba seguro de que con las horas se iba a aclarar todo. Ellos mismos me dijeron, ‘estás muy tranquilo’, respondí ‘si no hice nada’ y me contestaron ‘me parece que sos un profesional’”.

”Eso no lo sabía, qué hijos de puta”, reacciona el padre y agrega, “en la Comisaría nos decían que ya salía y me tuvieron hasta la madrugada con ese verso”.

Con el paso de las horas y las señales que recibía, Fabián fue captando que la situación estaba complicada. “Me la vi venir porque solo apuntaban a mí. Me llevaban a hablar con ellos, me pasaban por el espejo, me cambiaban de lugar, me ponían la capucha y el gorro”, comenta.

“Mientras tanto a mí me decían que en una hora y media me lo daban y a las siete se lo llevaron al juzgado. No tuvo defensa”, dice su papá.

La primera noche la pasó en una celda “sentado en un banco de hormigón frío”. Durmió lo que pudo, bien temprano fue para el juzgado y de allí a Cárcel Central.

Sus días en prisión

Estuvo alojado en el quinto piso del edificio y al poco tiempo se puso a trabajar. “Hacía la limpieza. Bajaba a las 7 de la mañana y estaba bueno porque tenía una actividad”, cuenta. Tiene buenos recuerdos y palabras de agradecimiento para sus compañeros que lo trataron bien. “Un par de veces estuve enfermo e iban a la celda, me traían los remedios, té con limón, me traían la comida a la cama”, manifiesta.

Más allá del cariño que recibió, los meses fueron duros. Más para una persona que hasta ese momento “solo había ido a la Seccional a acompañar a un amigo que había perdido la cédula”. Fabián recuerda que los peores momentos fueron cuando miraba la foto de su padre. “Se me llenaban los ojos de lágrimas” dice y cuenta su peor día: “caí en abril y el 2 de mayo es el cumpleaños de mi viejo. ¿Sabés cómo lloraba ese día? Fue escucharle la voz por teléfono y no pude hablarle”.

Mientras Fabián habla, su padre se levanta de la mesa y sube una angosta escalera que da para otra habitación de la casa. Baja con un barco que le regaló un preso y que dice ‘Feliz día papá’. “Un compañero de él se gana la vida haciendo estos barcos y ese día lo vio mal y se lo regaló para que me lo diera a mí”, cuenta emocionado Raúl.

Fabián estaba alojado en una celda que tenía una puerta de chapa con una “ventanita chiquita” que se conoce como “sapo”, dice. En el lugar había otros 30 presos con los que debía compartir el agua caliente que proporcionaba un solo calefón y con los que comía “lo que se llama rancho”. La poca luz solar que recibía era a través de otra “ventanita en la pared, que da para afuera donde ves otra pared”, expresa. Todos coinciden en destacar que estaba en el mejor lugar posible. “No sabía si me iba a quedar en Cárcel Central o me iban a trasladar. Por lo menos me quedé ahí, pero todos los días me levantaba con esa incertidumbre”, confiesa.

En la cárcel, Fabián se encontró con el policía que lo detuvo y luego lo reconoció como autor del robo a mano armada de un Opel gris, Leonardo Bentancor, quien fue detenido por abuso de funciones, en otro caso, poco tiempo después de la acusación. “Estaba barriendo y veo esa cara que no me olvidó nunca más. Seguí trabajando, cuando terminé fui a la planilla a firmar y cuando estoy firmando me arrimo, lo miro y saco la vista de él. En eso escucho que me dice, ‘soy yo sí, el de la 17’. Terrible el loco. Después dijo que yo lo había insultado cuando yo no le dije nada. Se armó un revuelo bárbaro, incluso me llamó el sargento para ver qué había pasado”, asegura.

Todo lo que sufrió Fabián adentro lo padeció su gente afuera. “Es una lucha que no tiene final seguro. Vos no podés adivinar lo que va a pasar y en un momento empecé a meditar la idea de que, para taparse la espalda los tipos, lo podían condenar. Era una víctima propicia para terminar con el caso”, reflexiona Raúl, quien perdió su trabajo durante la detención de su hijo. “Nunca me pesó perderlo. Fue parte de la lucha. No podía cumplir con el trabajo en una situación de este tipo”, asegura.

Laura, su hermana, se seca los ojos y reconoce lo que la gente del barrio hizo. Afirma que “podría haberse quedado en la cómoda, diciendo ‘qué horrible lo que le pasó a Fabián’ y más nada. Pero fue a atestiguar y se manifestó en la calle con las consecuencias que podría haberle traído. Porque acá los policías de la 17 conocen a todos los vecinos del barrio”.

En el único momento en el que la emoción y alegría de la charla cambia es cuando Fabián recuerda lo que pasó aquella noche en la plaza. Baja la mirada, hace un largo silencio y contesta con tono de voz bajo: “estaba con los compañeros… fue feo, no me quiero ni acordar”. Su rostro vuelve a mostrar una sonrisa cuando responde si volvió a la plaza. “Estuve un rato y más nada, no quiero nada con esa plaza. Nunca más” cuenta riendo.

La liberación

El viernes 11 la abogada llamó a Fabián y le dijo que el lunes lo liberaban. “Te podés imaginar que el fin de semana no pasaba más” recuerda. Pero pasó. Y el lunes, el día se le volvió a hacer eterno. Pasó todo el tiempo expectante y cuando menos lo esperaba un policía le dijo que juntara sus cosas. “Como a las seis dije, ‘será mañana’ y me fui a jugar al voleyball hasta que me llamaron, fui por los pisos a saludar y me fui”.

Afuera lo esperaban familiares y amigos desde la una de la tarde. “Nos tuvimos que tomar un ómnibus porque había más de 10 personas y no podíamos venir en un taxi. Cuando bajamos en la parada y empezamos a caminar para casa era de noche, pero la gente igual empezó a salir de las casas y a abrazarlo. Los amigos lo tiraban para arriba. Vinieron con nosotros y se quedaron en la puerta de casa hasta la madrugada” cuenta Raúl. Mientras Fabián reconoce que la liberación no la esperaba porque “la fiscal nunca había dado un sobreseimiento”, su padre vuelve a subir la escalera y baja con una cámara de fotos digital para mostrar orgulloso, las fotos de la vuelta al barrio del joven.

Así como aquella noche de abril está marcada a fuego, la del viernes 11 también aunque, obviamente, con otro gusto. Padre e hijo se emocionan cuando recuerdan el momento de irse a dormir. “Fue de madrugada, teníamos mil cosas para hablar con mi viejo”, dice Fabián. Raúl agrega que esa noche “dormimos juntos y nos abrazábamos porque sentíamos la necesidad de hacerlo. No nos queríamos dormir. Nos dormitábamos, nos despertábamos y otra vez nos abrazábamos. Estábamos con la luz prendida y la tele porque no nos queríamos dormir”. Fabián distiende la conversación con una comparación: “me encontré con mi colchón, mi almohada, mi cama, allá el colchón es re finito”.

Ante tanto sufrimiento, la familia Chiesa evalúa un juicio pero todavía no lo tiene decidido. “La acusación del policía fue muy irresponsable. Eso no hay que dejarlo pasar por alto. Más allá de los cargos que le quepan a los otros”, dice su papá quien agrega que “aunque por lo que nos dijeron el juicio no puede discriminar. Se hace contra todo o contra nadie”.

Con la libertad, Fabián recuperó cosas que antes parecían triviales y que en la cárcel se volvieron imprescindibles. “Disfruto de cosas que no dimensionaba como el aire en la cara. Me siento en el patio y siento el aire en la cara y también disfruto ver el sol. ¿Sabés cómo valorás eso?”, pregunta y reconoce que por un buen tiempo va “a tener miedo” a algunas cosas, “como cruzarme con algún patrullero. Vos andás bien por la vida y de repente te pasa esto. Y te puede pasar portándote bien. ¿Cómo es?”.