El dilema vegetal

La psicóloga me instó varias veces a tener plantas en casa. El argumento, creo, era que podían ayudarme a “sostener” con disciplina un comportamiento (regar), al tiempo que me enseñarían a velar por otro ser vivo que no fuera yo misma.

Actualizado: 20 de noviembre de 2009 —  Por: Marujiji

Nunca le hice caso, pero cuando me mudé con Marina, ella me preguntó si me molestaba que trajera algunas.

_ Explícame, Marina, ¿cómo es que puede molestar una planta? Para mí son la NADA. No entran en mi umbral de percepción… Traé todas las que quieras.

Se fue a Ciudad Jardín y volvió con un montón de macetas, para adentro y para afuera. La mayoría no pasó el primer mes, confirmando que nuestra vocación más clara por aquel entonces era el diván.

Marina se fue de casa. Jamás me dijo que me legaba un ser inmortal. O casi inmortal, porque la verdad es que me ha faltado valor para llegar a las últimas consecuencias.

Se trata de la única sobreviviente de la tanda "Ciudad Jardín". Cada un mes, aproximadamente, se queda doblada y le amarillean las hojas inferiores.

“Que se muera de una vez”, pienso y sigo de largo. Pero después la veo más encorvadita y no aguanto. Le tiro un poco de agua. A veces, incluso, le saco el polvo de las hojas con una media usada.

Quiero que alguien se la lleve. No disfruto de su compañía y no me está enseñando nada. La hago agonizar sistemáticamente sin proponérmelo, pero después siento culpa... Es que cuando percibo su estado, la pobre ya está con una hoja adentro y otra afuera.

He pensado en matarla… Pero ¿cómo lo hago? ¿Cómo se mata una planta para que no sufra? (Que no sufra yo, sobre todo).

Recuerdo a mi psico y trato de sacar una enseñanza. Que me resigno con lo que me dejan, que no soy capaz de darle un final a lo que no quiero, que sólo puedo reaccionar cuando las cosas se están muriendo… todo muy cierto, pero lo sabía incluso antes de este Palo de agua.

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Ilustración: Oscar Scotellaro