Un día hubo invitados a cenar. Yo tendría unos ocho años y, gracias al matrimonio convidado, pusimos los platos grandes (todos iguales) y conocí la salsa carusso con champignones.
Poseída por la novedad y por mi proverbial angurria, me serví cuatro platos de capelettis.

No había vuelto a comer champignones hasta ayer. Mi madre me había llamado para consultarme qué le ponía al pollo relleno que me mandaba desde Treinta y Tres.
_ ¿Te gusta con champignones?
_ Mami, ¿no te acordás que no los soporto?
_ ¡Ah! Me confundo con tus hermanos. Me confunde quién es que no come cada cosa…
_ Mami, yo perdí el pabellón nacional por los champignones.
_ Ahhh… Siempre me olvido…Bueno.
Ella trabaja en el hotel de Treinta y Tres. Al día siguiente me llama para decirme que me manda la comida en una caja. Y me cuenta que le llevó el pollo al cocinero del hotel, Bolívar, para que se lo hiciera a las brasas, porque queda mejor, dice.
_ Además del pollo te mando algo más. Porque como vos siempre se los elogías tanto, Bolívar te quiso hacer un par de omelettes.
_ ¡Me encantan los omelettes de queso de Bolívar! ¡Son los mejores! Decile que muchas gracias.
_ Sí, pero esta vez, como no había del queso que te gusta, les puso champignones. ¿Vos comés champignones, no?
_ Sí, como. Como- dije. Y cortamos.
Llegó la caja. La abrí, respiré hondo y comí. Con champignones y todo. Ya había perdido mi bandera por culpa de ellos. Dejar de honrar a Bolívar sería demasiado.
Ilustración: Oscar Scotellaro.