Pascual Aguirre Dumont

Al pan pan y al vino vino

Llegué a Cafayate desde Salta después de tres horas de viaje en un ágil y temerario remise conducido por “Simson”, un chofer boliviano con el que hice buenas migas gracias a mi conocimiento del casi digno vino de Tarija (ciudad natal de “Simson”) y a un infalible repertorio de payadas con dicha ciudad como eje.

Actualizado: 18 de febrero de 2010 —  Por: Pascual Aguirre Dumont

“Cosas de la globalización” pensaba mirando a “Simson” y escuchando que se ganó su apodo anglosajón en base a cerveza y a la frecuencia de sus accidentes laborales.

De la mano de este Homero del altiplano (que quiso ponerle Bart a su hijo menor y al recibir la negativa del registro civil hizo una hermosa chicana legal bautizándolo como Bartolomé y descartando en la práctica el Olomé final) se iba develando ante mis ojos Cafayate en todo su esplendor: los Valles Calchaquíes, la Quebrada de las Conchas, la Garganta del Diablo, los tambos, el cinturón de viñedos que conforman “La Ruta del Vino” y finalmente el pueblo propiamente dicho.

Todo muy lindo, pero era hora de ir a buscar aquello que me llevó a desviarme 192 kilómetros de Salta la linda en un remise que saltaba pozos a 130 kilómetros por hora: el vino patero.

Con la habilidad del viejo zorro que sobrevivió a una guerra mundial, tres dictaduras (la de Franco, la militar y la del posmodernismo), tres pedidos de extradición y dos by pass gástricos eludí esa gran carnada para turistas que son los restoranes de la plaza principal y a cuatro cuadras me topé con “El comedor de Juancito”.

Finalmente tenía frente a mí una jarra del tan ansiado vino patero de Cafayate acompañado de media docena de empanadas, no sin antes haber esperado 90 minutos a que el mozo trajera el pedido.

De ese partido entre la espera y yo, dediqué los primeros 45 minutos a dejarme llevar por la sobrecargada ambientación del local y un DVD del Chaqueño Palavecino y los otros 45 a observar la parsimonia de los empleados.

¿Hay acaso una relación directa entre la belleza del paisaje y la lentitud de sus habitantes? ¿Cómo puede ser que un mozo cafayateño demore exactamente lo mismo que un rochense en traer una bebida (es decir media hora)? ¿Cada vez que pedimos una comida en estos lugares agrestes nos enfrentamos a alguien que olímpicamente se pisa las pelotas o que es parte de una siniestra conspiración internacional que pretende alejar a los extranjeros de ciertos puntos naturalmente hermosos? ¿Es un gesto orgánico de boludismo o una forma silenciosa y sutil de rebelarse contra el turismo que invade su tierra?

Sea como sea decidí concentrarme en el mensaje y no en el mensajero.

Cafayate es un lugar que transpira vino, como le sucedía a Fabián O’Neill después del segundo pique. En la órbita del pueblo una docena de bodegas constituyen una galaxia vitivinícola en la que conviven variantes que van desde el merlot hasta el exquisito torrontés (vino blanco tipo chardonnay). Y en este microcosmos, el agujero negro es el vino patero.

El mínimo contacto de mis labios con el líquido vital alertó a mis sentidos del pantano en el que me estaba sumergiendo: el vino patero es una melaza espesa, dulce y cabezona a la que se llega a través de un proceso que se inicia con el pisado de las uvas.

Mientras mi garganta dejaba pasar con lentitud aquel almíbar generoso en alcohol mi mente viajaba tratando de adivinar los vestigios del pisado, la huella que los pies obreros dejaron sobre la uva, sobre el mosto, sobre la esencia del vino.

A medida que la jarra bajaba las empanadas se iban convirtiendo en salvavidas, en pequeñas islas que evitaban un naufragio en el dulce mar del patero. El espesor y la graduación alcohólica me dejaron a punto caramelo, pero sin desbordes. Abandoné “El comedor de Juancito” con una amplia sonrisa dibujada en mi barba vasco-francesa, dispuesto a conseguir un postre que coronara la jornada y me dejara listo para una siesta sin techo en la hermosa plaza cafayateña.

Seis cuadras después encontré un mito viviente de la gastronomía norteña: la heladería Miranda.

Así como siempre se habla de aquellos que tienen la dudosa virtud de sacarle jugo a un ladrillo, los cafayateños logran sacar del vino productos inverosímiles para venderle a los turistas. El más representativo de ellos es el helado de vino de Miranda.

Frente a la pizarra de la heladería mis ojos pasaban frenéticamente de sabores lógicos como el dulce de leche, el chocolate suizo o la crema tramontana a la exuberancia del cabernet, el torrontés o el merlot en un ping pong entre la rutina y la promesa, entre el llano y el abismo.

Y con espíritu renacentista me aventuré a surcar el mar de lo desconocido y ampliar el horizonte de la Tierra de los helados, que hasta el momento se me presentaba cuadrada, con la ilusión de que una de estas variedades me llevara a Las Indias del deleite.

Sin embargo, estuve más cerca de caerme en el fin del mundo que de descubrir América: el helado de Cabernet era un espanto, un adefesio gastronómico, una crema con un sabor a mitad de camino entre la frutilla, la uva, el plástico de un tetra y el guiso de lentejas.

El golpe a mi credulidad fue letal, me sentí como un ahorrista del Comercial que decidió poner sus ahorros en las soleadas Islas Caimán, como un fanático de los Olimareños que gastó mil quinientos pesos para verlos tocar juntos por última vez y después descubre que tenían pensado hacer más toques que la Karibe en sus mejores épocas.

Con desidia me aventuré con el torrontés y mi expresión cambió: el helado no estaba mal, no estaba nada mal. Es más, era muy bueno. Mientras se deshacía en mi boca iba dejando una huella difusa de sambayón, uva y licor. Era un helado bien logrado pero que mantenía la identidad del vino blanco.

Le di un apretón de manos al heladero y me dirigí a la plaza a tomar una siesta.

Me desperté con el sol ya escondiéndose detrás de los Valles Calchaquíes y con un deseo enorme de volver a aventurarme en la heladería Miranda. Fui y pedí un cucurucho con frutilla a la pana y torrontés.

Y ahí se develó el artificio.

Después de tomar un helado de verdad, como lo es la frutilla a la pana, el torrontés quedó en orsai, al igual que cuando Carlos Bueno fue a jugar al Paris Saint Germain: entre sus similares (es decir contra Rentistas, contra Cerrito) era Marco Van Basten, pero puesto a jugar en el mundo real, con jugadores de primera línea que cobran a fin de mes, no era más que un loco lindo que calentaba el banco de suplentes.

Dejé en el cucurucho la mitad de esa crema con sabor a jabón líquido y uva y me despedí para siempre de la heladería Miranda con la certeza de que las cosas no hay que forzarlas ni sacarlas de su hábitat buscando la novedad, a veces no hay nada más cruel que la extrapolación, por eso amigos: al pan pan y al vino vino.

Aunque admito que no le hubiese hecho asco a un palito de vino patero.

Salut!

Pascual Aguirre Dumont



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